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El Vuelo del Puma 1.




Los dos primeros puñetazos habían sido apenas caricias comparados con el tercero, el que le rompió la nariz. El policía sonrió al ver la sangre chorrear sobre el torso desnudo de su prisionero, atado a una silla de metal atornillada al suelo de la sala de interrogatorios: un sótano inmundo con paredes de cemento iluminado por una mugrienta bombilla.

Laszlo Montesoro, líder de los Pumas Voladores, realizó el único movimiento que le permitían sus firmes ataduras, movió la cabeza a ambos lados, desorientado por el tremendo golpe, y apretó las mandíbulas para reprimir cualquier expresión de dolor. El musculoso pecho se hinchó, oprimido por las cuerdas, y todo el aire salió concentrado en un escupitajo que salpicó de sangre la cara y la pulcra camisa celeste del agente.

—Te has pasado, puto saco de mierda.

El cuarto golpe fue con el dorso de la mano, tan fuerte que le habría arrojado al suelo de no estar tan firmemente sujeto. Cuando tocaba el suelo gris de la sala la sangre parecía volverse negra. Le zumbaban los oídos y solo veía puntos brillantes.

El otro agente, un gorila rapado de casi dos metros sacó una de sus armas reglamentarias y se acercó a Laszlo por detrás, colocándole el mango de la larga porra entre las mandíbulas, como el bocado a un caballo, impidiéndole emitir cualquier sonido que no fuese un bronco gruñido. El primer policía había encendido mientras tanto un cigarrillo, y se acercaba al joven detenido con la mirada propia de quien desea causar dolor y sabe muy bien cómo hacerlo. Los dientes de Laszlo se clavaron en el mango de la porra cuando la punta candente del pitillo le perforó la piel del pecho.

Toda la culpa había sido de Clayton y Sanzinno, dos malditos novatos. Apenas llevaban un mes en los Pumas Voladores, realizando tareas menores, y se morían de ganas por impresionar al jefe y ser merecedores de trabajos más interesantes.

Hacía dos noches, la pareja de novatos vigilaba la salida de un club del centro, uno de los locales de moda para los veinteañeros de clase media-alta, en su mayoría jóvenes profesionales o estudiantes mantenidos por papá que conducían coches caros, vestían ropa cara y babeaban tras mujeres caras. El cometido de Sanzinno y Clayton consistía en esperar a que saliese alguien solo y lo bastante borracho como para intentar volver a casa a pie. Entonces los pumas le seguirían hasta que llegasen a una zona solitaria y le despojarían de cualquier cosa de valor que llevase encima.

Cuando estaban a punto de marcharse, a eso de las cinco de la madrugada, malhumorados y bastante colocados, vieron salir a una pareja: él era un guaperas que llevaba traje sin corbata, alto y atlético; ella debía de tener algo más de treinta años, era bajita y llevaba un vestido sobrio y elegante, pero que hacía resaltar sus generosas curvas.

—¡Mira! ¿Sabes quién es esa? —preguntó Sanzinno a su compañero.

—Otra furcia borracha ¿qué más da? ¿nos largamos o qué?

—Mírala bien, estúpido.

Clayton obedeció a su compañero, contemplando a la mujer mientras se aproximaba hacia ellos castigando la acera con unos zapatos negros de tacón alto atados con finas correas de cuero que formaban rombos en la piel de sus bronceadas y carnosas pantorrillas. Oculto en la sombra de un zaguán, examinó su rostro, atractivo a pesar de una nariz algo grande, de expresivos ojos verdes que brillaban tras los cristales de unas livianas gafas de patillas rojas. La media melena azabache y la mueca irónica que danzaba en sus jugosos labios terminaron por iluminar la memoria del cansado Clayton.

—¿Es la hija del comisario?

—Lo es —contestó Sanzinno en un susurro, ya que la pareja pasaba en ese momento cerca de donde estaban escondidos—. La niña del ojo de papá.

—Querrás decir la hija de papá, o la niña de sus ojos...

—¿Qué más da, capullo? Vamos a por ella.

Clayton miró a su compañero detenidamente, intentado averiguar si estaba de broma. Sin duda se trataba de Darla Graywood, hija del comisario del Distrito Oeste. Su rostro era conocido en toda la ciudad debido a sus frecuentes apariciones en los medios, tanto por su exitosa carrera profesional (dirigía un famoso hotel de lujo) como por sus amoríos con otras celebridades. No reconocía al tipo que la acompañaba, y que a pesar de su tamaño no era rival para dos Pumas Voladores por muy novatos que fuesen.

—¿Lo dices en serio? ¿vamos a atracar a la hija del comisario Graywood?

—¿Quien habla de atracarla?- exclamó Sanzinno, cada vez más alterado —Vamos a secuestrarla.

Dicho esto salió del escondite en pos de su presa. Clayton no pudo hacer otra cosa que seguirlo. Había dejado que Sanzinno tomase la iniciativa durante demasiado tiempo y ahora, cuando de verdad necesitaba disuadirle de cometer una estupidez, no se sentía con suficiente autoridad.

No pudieron creer la suerte que tenían cuando la pareja, algo vacilante por el alcohol ingerido en el club, se adentró en un callejón desierto y estrecho que sus perseguidores conocían bien, un lugar donde, si no les daban ocasión de gritar, no tendrían ninguna oportunidad de escapar o pedir ayuda.

Absorta en la conversación con su compañero, Darla Graywood no reparó en dos sombras más oscuras que las demás que se aproximaban a su espalda. Una de ellas la agarró, tapándole la boca con fuerza y sujetándole los brazos contra el tronco mientras miraba, con los ojos desorbitados tras los cristales, como la otra dejaba fuera de combate de un único golpe en el cuello a su amante y supuesto protector. Ojos de los que empezaron a descender regueros negros cuando vio el afilado estilete de acero que Sanzinno puso en su cuello, dibujando un punto rojo en la delicada piel.

—Pórtate bien Graywood, o tu papi te encontrará mañana en un cubo de basura con un agujero en la garganta.

Clayton arrastró a su prisionera hacia una zona más resguardada del callejón, intentando no confiarse ante la actitud aparentemente sumisa de la mujer, quien en lugar de resistirse lloraba copiosamente, tanto que Clayton notaba rodar por su mano las lágrimas turbias de maquillaje. Sanzinno agarró uno de los grandes pechos de Darla, mientras acariciaba el pezón del otro, marcado contra la tela del vestido, con la punta de su arma.

—¿Por qué no dejas eso para luego y nos vamos de una puta vez? —inquirió Clayton, intentando sonar sereno a oídos de su presa.

—Quiero ser el primero. Tú procura que no grite.

La hija del comisario contempló entre profundos sollozos como un miembro de la banda los Pumas Voladores, ataviado con el chaleco negro y púrpura que lo identificaba como miembro, levantaba su carísimo vestido por encima de su ombligo, metiendo luego la mano bajo sus braguitas de marca y hurgando con los dedos entre los pliegues de su húmedo sexo.

—Vaya, parece que tu amiguito te estaba poniendo bien cachonda ¿eh? —dijo Sanzinno, agitando ante el rostro de Darla sus dedos índice y corazón, brillantes de fluidos.

Le bajó las bragas de un tirón hasta los tobillos, arrodillándose para lamer los jugos de entre sus muslos mientras se desabrochaba el pantalón, liberaba su miembro y comenzaba a masturbarse con fruición. Aunque aquella situación le resultaba demasiado peligrosa, Clayton no pudo evitar doblar un poco las rodillas para que el bulto que comenzaba a tomar forma en su entrepierna quedase a la altura de las redondeadas nalgas de su prisionera.

Sanzinno se incorporó, puso de nuevo el estilete cerca de la yugular y acercó su rostro al de la mujer, nariz con nariz, penetrándola lenta y profundamente mientras la miraba a los verdes y enrojecidos ojos. Los gemidos, aun ahogados por la férrea mano, se escuchaban en todo el callejón. Clayton apretó con más fuerza, la mano sobre la boca y la pelvis contra su culo. Sanzinno aumentó el ritmo, apretando el cuerpo de la prisionera contra el de su compañero, quien comenzaba a jadear y daba golpes de cadera con la misma cadencia.

Varios minutos después la señorita Graywood sintió como uno de sus captores derramaba su esencia dentro de ella mientras el otro lo hacía dentro de sus pantalones, empapándolos de tal forma que Darla notó la humedad en sus nalgas.

—Joodeeer... menuda zorra. A Laszlo le va a encantar. ¡No jodas Clay! ¿te has corrido sin ni siquiera sacarla? ¡ja ja ja!

—¡Vámonos de una puta vez!

—Vale, vale, relájate un poco. Voy a buscar un coche y la llevamos al piso de la calle Vitale.

—¡Pero no lo digas delante de ella!

—¿Qué más da? Déjate de paranoias y espérame aquí —dijo Sanzinno, inclinándose a continuación sobre la mujer para darle un sonoro beso en la frente y un azote en la nalga—. Enseguida vuelvo, cariño.

 

Cuando el otro se cansó de quemarle con el cigarrillo el agente que le mantenía sujeto le soltó, y Laszlo aprovechó la ocasión para respirar profundamente varias veces.

—No entiendo como un niñato como tú le ha echado tantos huevos como para tocarle un pelo a la hija de Graywood.

El fumador, un tipo de mediana edad con un fino bigote entrecano y profundas entradas, se colocó frente a él y lo miró a los ojos, sujetándole la mandíbula con su huesuda garra.

—¿Vas a decirme dónde está Darla Graywood?

—No lo sé, pero si le interesa el sabor de su culo puede chuparme la polla —respondió Laszlo, intentando sonreír.

El agente soltó de golpe la mandíbula del reo, y éste cerró los ojos, preparado para una lluvia de golpes que, si tenía suerte, acabaría con él. Pero no hubo golpes, solo la risa ronca del policía, a la que pronto se unió la de su compañero.

—¿No me digas que también has tenido huevos de darle por el culo? ¿Y qué tal? ¿Es divertido sodomizar contra su voluntad a alguien indefenso?

Mientras el del bigote hablaba, el grandullón desenganchó la corta cadena que mantenía al joven unido a la silla y lo puso de pie agarrándolo del cogote, cosa que no mejoró la situación de Laszlo, totalmente inmovilizado por las cuerdas. Con dos enérgicos movimientos, el gorila le dio la vuelta y lo dobló hacia delante, estampando su magullado rostro en el asiento de la silla y obligándole a doblar las rodillas. Notó, pues no podía verlo, como el otro agente le bajaba los pantalones y la ropa interior, dejándole en la más vulnerable de las posiciones.

El gigantón escupió en su verga, de más de un palmo de longitud y tan gruesa que cuando Laszlo la vio, su dueño se ocupó de que la viese bien, se planteó seriamente la posibilidad de delatar a sus compañeros.

—¡Parad, bastardos! ¡Haré que la maten, os lo juro! ¡A ella y a vosotros!

—De esta ya no te libras, chaval. Relájate y verás como te acaba gustando.

Laszlo apretó los dientes cuando las manazas le agarraron por la cintura y sintió la punta del glande tanteando, localizando el prieto objetivo mientras colocaba las rodillas y los pies para darse impulso. El muy hijo de puta se la iba a meter toda de golpe, pensó Laszlo, y aunque consiguiese relajarse su esfínter estaba condenado.

Cuando el policía movía las caderas hacia atrás para iniciar la embestida la puerta blindada del cuarto de interrogatorios salió disparada con un estruendo, atravesando la estancia y destrozando en su vuelo el cráneo del policía veterano. El otro, desnudo de cintura para abajo, se levantó para encarar al intruso, un joven poco mayor que Laszlo que le metió una bala entre las cejas, salpicando de sesos la bombilla del techo, que comenzó a balancearse creando extrañas figuras en el cemento ensangrentado.

—Bonito culo, Montesoro. No sé si desatarte o terminar la faena ¡ja. ja. ja!

Laszlo apenas se atrevió a volver la mirada cuando reconoció la voz del mismísimo Tarsis Voregan, líder de los Toros de Hierro, la banda que controlaba casi todo el Distrito Oeste y una de las más importantes de la ciudad.




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