Sentado en un cómodo sofá de piel Laszlo Montesoro intentaba que su mirada no se cruzase durante más de tres segundos con ninguno de los presentes en aquella habitación. Los Toros de Hierro habían atendido sus heridas, que ya casi no le dolían, pero la humillación de haber sido rescatado por el líder de una banda rival tardaría mucho en cicatrizar.
Tarsis Voregan no parecía descontento en absoluto. Sentado en un sillón a poca distancia de Laszlo sonreía, con una botella de vino en la mano de la cual bebía a morro y ataviado con una especie de batín rojo y amarillo (los colores de su banda). Tenía veinticinco años, seis más que su invitado, al que sacaba una cabeza y más de diez kilos de músculo. Lo más característico de su físico era la espesa cabellera dorada, normalmente sujeta por una larga trenza hasta la rabadilla, pero en aquella ocasión suelta, cayendo en suaves ondas sobre la ancha espalda y los hombros. Una recortada barba aportaba a su atractivo rostro un toque de ferocidad, a juego con la melena de león.
Laszlo, que no bebía alcohol, dio un sorbo a su refresco, lo que le hizo sentirse todavía más ridículo ante sus imponentes anfitriones. Flanqueando a su líder, apoyadas en el alto respaldo del sillón con gesto aburrido, se encontraban las dos únicas integrantes de la guardia personal de Tarsis: Farada y Lethea. Aunque eran las dos mujeres más impresionantes que el Puma Volador había visto en su vida, intentaba no mirarlas demasiado, pues había oído comentarios nada tranquilizadores sobre su mal carácter. Ambas superaban el metro ochenta y cinco de estatura, sin contar los tacones, y sus tonificados cuerpos rebosaban fuerza y sensualidad.
—Espero que cuando mi gente llegue a la calle Vitale tus cachorros no intenten morderles — dijo Tarsis, usando uno de sus habituales juegos de palabras.
—Si me hubieses dejado ir con ellos no tendrías que preocuparte —se atrevió a decir Laszlo, provocando que las largas uñas de Farada, adornadas con esmalte rojo y purpurina amarilla, tamborileasen sobre el respaldo del sillón.
Los ojos de la mujer, de un intenso azul turquesa, se entrecerraron como dos saeteras que escupían flechas de furia. Los labios, no muy gruesos pero de elegante curvatura, se apretaron casi imperceptiblemente. Aquella hermosa máscara de ira aterrorizó a Laszlo, pero la capacidad de un hombre para sentir miedo no es infinita, y la del líder de los Pumas Voladores se colapsó cuando las uñas repicaron por tercera vez. Soltó el refresco con tanta energía que salpicó la mesa, haciendo que la silenciosa y pulcra Lethea inclinase la cabeza, y se encaró con Farada, sin apenas moverse pero dejando claro que si ella daba el primer paso él estaba en guardia.
Tarsis Voregan levantó el brazo hacia atrás y agarró con delicadeza la mano de su subordinada. Sus músculos se relajaron, pero siguió fulminando a Laszlo con su mirada turquesa. El joven también se relajó un poco, consciente de que el gesto del Toro de Hierro le había salvado la vida.
—¿Qué vais a hacer con ella? —preguntó, intentando parecer firme pero no demasiado agresivo.
—¿Con Darla Graywood? —dijo Tarsis, a quien no parecía molestarle que un advenedizo le hablase como a un igual— ¿Qué crees que voy a hacer con ella? Intentar evitar una jodida guerra en todo el distrito —el líder dio un largo trago a su botella de vino y continuó hablando —. Has tenido una suerte acojonante, Montesoro. El comisario todavía no sabe lo que habéis hecho con su hija.
Laszlo no pudo disimular su sorpresa al escuchar la revelación. Ya habían pasado casi treinta horas desde que Clayton y Sanzinno raptasen a Darla; unas veintinueve desde que la encerrasen en la habitación sin ventanas del piso franco de la calle Vitale; Casi veintitrés horas desde que Lazslo se corriese por segunda vez dentro de su prieto y tembloroso culo; casi veinte desde que contactaron con la comisaría... pero no con el comisario.
—Esos dos perros, el que intentó montarte y su domador, querían apuntarse el tanto, llegar ante el comisario con su hija de la mano y ganarse un buen ascenso. Ahora están muertos, así que más te vale ir rezando para que pueda convencer a esa perrita de que no le cuente nada a papá, cosa que no será fácil teniendo en cuenta todo lo que le habéis hecho.
El puma volador se sentía en parte aliviado por la noticia, en parte avergonzado por haber caído en la burda trampa de aquellos dos malnacidos. Estaba claro que le quedaba mucho por aprender en todos los sentidos, y estaba claro que debía aprender cuanto pudiese en el menor tiempo posible, porque si su banda continuaba creciendo Tarsis Voregan dejaría de tolerar su presencia en el Distrito Oeste.
Nadie podía negar que hasta entonces había sido indulgente, algo poco habitual en un hombre conocido por su soberbia y ansias de poder. La banda de Lazslo actuaba y tenía su base de operaciones en una zona al norte del Distrito Oeste a la cual los Toros de Hierro no prestaban excesiva atención, y que abarcaba aproximadamente quince manzanas. La especialidad de los Pumas eran los atracos, aunque también poseían un burdel, un bar, un gimnasio (del cual apenas obtenían beneficios, ya que estaba casi exclusivamente dedicado al entrenamiento de los miembros de la banda), además de extorsionar a media docena de pequeños comerciantes y a algunos traficantes de poca monta. Pero Lazslo no se hacía ilusiones sobre la aparente benevolencia de Voregan; sabía que tenía planes, planes que de una forma u otra incluían a los Pumas Voladores.
Sentado en una silla junto a la puerta blindada, Koudou expulsaba por la nariz el humo del cigarrillo, envolviendo en humo su rostro hierático, como esculpido en obsidiana. La agudeza de sus sentidos, unida al hecho de que no consumía drogas y a su extremada paciencia lo convertían en el centinela perfecto, además de en uno de los hombres de confianza de Lazslo. Todos sabían que si el líder no regresaba, Koudou era el más firme candidato a ocupar su puesto. Puesto que el negro guerrero, leal y poco ambicioso, no deseaba en absoluto.
Salvo por el murmullo de una radio a pilas el piso de la calle Vitale permanecía silencioso. A simple vista parecía un piso normal: un salón de buen tamaño con cocina americana, tres dormitorios, un baño y una pequeña terraza que los Pumas apenas usaban para no llamar la atención. La diferencia con un piso normal era una falsa pared en el dormitorio más pequeño que ocultaba una recia puerta blindada, tras la cual había otra habitación, sin ventanas y amueblada como lo que era: una celda.
El centinela apagó el cigarrillo y se levantó para echar un vistazo a través de una mirilla que imitaba un rosetón gótico. El sonido del mecanismo sobresaltó a la prisionera, quién se agitó en el catre de hierro. Tenía las muñecas esposadas al cabecero y los pies sujetos por unos grilletes unidos por una barra de acero que mantenía sus piernas separadas, dejando a la vista su sexo rasurado, enrojecido por las constantes visitas de Clayton y Sanzinno. Los novatos se encontraban en otra de las habitaciones, seguramente dormidos o colocados o ambas cosas. Lo único que Koudou tenía claro era que si Lazslo no regresaba se encargaría personalmente de que esos dos inútiles sufrieran una muerte tan dolorosa como su imaginación le permitiese.
Más por aburrimiento que por otra cosa, Koudou se recreó mirando los muslos redondeados de Darla Graywood, adornados por sus captores con algunos moratones y arañazos, el vientre tembloroso, los grandes pechos y los pezones endurecidos por el frío ambiente de la estancia. Bajo la potente luz de un foco empotrado en el techo, podía ver con nitidez el rostro embadurnado en una mezcla de lágrimas, maquillaje y semen, las fosas nasales dilatadas por el miedo y los labios apretados en torno a la bola roja de la mordaza. Bajo sus pantalones bombachos a rayas negras y púrpuras su miembro comenzaba a desperezarse. El hecho de que Darla tuviese los ojos vendados, no sabía por qué, le excitaba aún más.
A Koudou no le gustaba violar a las prisioneras, por suerte para la hija del comisario, ya que la verga del centinela tenía casi treinta y cinco centímetros de eslora y un grosor considerable. A pesar de la sesión de sodomía de más de dos horas que Lazslo le había procurado y de las incursiones de los novatos el ano de Darla estaba ileso, lubricado y todavía dilatado. Koudou no podía verlo desde la mirilla, pero no pudo evitar imaginárselo, e imaginarse los estragos que podría causar su oscuro ariete si lo deslizase entre los prietos muslos, buscando el orificio oculto, y lo hundiese hasta la raíz en el cuerpo trémulo y exuberante de aquella niña rica. Metió la mano bajo los pantalones y se la sacudió para aumentar la erección, golpeando sin querer la puerta de la celda, provocando que la mujer se removiese de nuevo y sus carnes temblasen.
—Cuidado, o vas a hacer un agujero en la puerta ¡ja. ja. ja!
Koudou no se sobresaltó cuando escuchó a su espalda la burlona voz de Ninette. A pesar de que los pasos de la integrante más joven de los Pumas Voladores eran más sigilosos que los de un gato, los entrenados oídos del centinela los habían detectado hacía rato. Se giró con la mano derecha aferrando todavía su tranca, meneándola hacia los lados dentro del holgado pantalón mientras las comisuras de sus labios felinos se elevaban casi imperceptiblemente (Koudou rara vez sonreía), contemplando con toda la intensidad de sus ojos ligeramente rasgados a una de las miembros más atractivas de la banda.
Ninette se había parado a dos pasos de su compañero, con los brazos en jarras, el peso del cuerpo apoyado en la pierna izquierda e inclinando ligeramente la cabeza. Aunque se desfogaba a menudo con otras féminas de la banda Koudou sentía cierta debilidad por Ninette, y sabía que la chica estaba enamorada de él, lo cual le provocaba una sensación cálida en el pecho a la que no estaba acostumbrado, pero era un hombre honesto y no quería entablar un tipo de relación que no encajaba con su naturaleza solitaria. En el rostro aniñado de Ninette apareció una mueca traviesa cuando el guerrero de ébano se bajó los pantalones y liberó el monumento a la virilidad que era su miembro.
Si le preguntaban decía tener veinte años, pero todos sospechaban que tenía algunos menos, una sospecha a la que contribuía su pelo corto y alborotado teñido de rubio platino, sus pechos pequeños de puntiagudos pezones rosados y su actitud alegre, a veces algo naif. A pesar de no medir mucho más de metro cincuenta el cuerpo de Ninette rebosaba sensualidad, empezando por sus piernas cortas pero de formas casi perfectas, enfundadas en unos leggins apretados como una segunda piel con una pernera negra y otra púrpura psicodélico que también realzaban unas nalgas carnosas pero firmes.
Koudou se sentó en la silla y su devota camarada no necesitó más indicaciones para saber lo que tenía que hacer. Se arrodilló frente a él, sujetando el monumental cipote con las dos manos y escupiendo en la punta para que el glande granate resbalase mejor dentro de su boquita. Masturbó el tronco con maestría, estimulando a conciencia cada uno de los muchos centímetros que hubiesen asustado a otras, pero no a la entusiasta Ninette, quien puso las palmas de las manos en el suelo quedando a gatas y sosteniendo la verga en horizontal con su boca. Se disponía a hacer aquello que solo ella podía hacer. Comenzó a gatear hacia adelante, dejando que la hombría de Koudou avanzase dentro de su boca, abriéndose paso por la garganta sin que la Puma diese muestras de sentir molestia alguna. El centinela ayudó empujando hacia sí la cabeza rubia con las manos, sorprendiéndose de nuevo ante algo que parecía físicamente imposible. Con el rostro enrojecido y surcado por algunas lágrimas, con la mandíbula abierta al máximo de su resistencia, Ninette había conseguido encajar toda aquella carne negra dentro de su menudo cuerpo.
Agarrando con fuerza la nuca se incorporó hacia adelante, sintiendo la frente y el cabello de la chica contra su abdomen. Le bastaron un par de movimientos de cadera para que el intenso placer provocado por la prodigiosa garganta estallase. Koudou sintió vaciarse sus testículos, grandes y negros como los de un toro, sintió las oleadas de leche espesa y caliente recorrer toda la longitud de su miembro y se retorció de placer mientras la pequeña Ninette respiraba ruidosamente por la nariz, realizando un último y formidable esfuerzo para tragar una, dos, tres, cuatro veces. Cuando la última onza del blanco fluido abandonó el cuerpo del guerrero la joven se liberó incorporándose con rapidez, boqueando como una nadadora al salir del agua, contemplando con sus enrojecidos ojos como el falo recuperaba la verticalidad durante unos segundos, limpio y brillante por la saliva, antes de comenzar a desinflarse devolviendo al resto del cuerpo la ingente cantidad de sangre que necesitaba para desafiar a la gravedad.
—¡Burp! Uy... ¡ja, ja! Creo que hoy no ceno —dijo Ninette, antes de estampar un sonoro beso junto al ombligo de su compañero y levantarse de un salto.
Apenas había terminado de lavarse la cara cuando irrumpió en la habitación Bogard, el miembro de los Pumas Voladores a quien Koudou había encomendado la vigilancia de la calle Vitale. El joven, corpulento y con algún kilo de más, se paró para recuperar el aliento y se quitó del pañuelo negro y púrpura del cuello para secarse el sudor de la frente. Koudou reparó en el temblor de sus manos, algo inusual en el aguerrido y flemático Bogard.
—Hay seis Toros de Hierro abajo, en el portal. Dicen que quieren hablar contigo de Lazslo y de la hija del comisario.
El centinela se levantó de inmediato.
—Quédate aquí, y si la cosa se complica llévate a Ninette por la azotea y deja que maten a los novatos —dijo en voz baja antes de abandonar la habitación.
Bogard asintió y encendió con avidez uno de sus pequeños puros, consciente de que la supervivencia de los Pumas Voladores dependía de lo que pasase en aquel vestíbulo.