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El Vuelo del Puma 10.

    Sentados en torno a una de las mesas más discretas del Boogaloo, desierto salvo por el atento Nicodemo que vigilaba la puerta desde detrás de la barra y daba largos tragos a una pinta de cerveza, cuatro hombres y una mujer conversaban en voz baja y calmada, aunque la conversación no era en absoluto intrascendental.

—Nadie lo va a echar de menos, os lo aseguro —dijo Bogard mientras fumaba, como siempre, uno de sus puritos—. Aunque nos lo hayamos cargado en territorio de los Toros de Hierro dudo que alguien de la banda conociese a ese mierda.

—Fui yo quien lo mató. No lo olvides, Bogard —musitó Elizabeth Rosefield, todavía afectada por lo ocurrido horas antes en su apartamento— Si hay problemas con Voregan y los suyos... yo asumiré la culpa.

—¡Oh, vamos! Ya está bien de chorradas —exclamó jovialmente Loup Makoa, apartándose el flequillo del rostro—. Investigué a ese tipo cuando Beth nos habló de él y no hay de que preocuparse. Hiciste bien en reventarle la mollera, querida.

Los otros dos integrantes del pequeño concilio se miraron en silencio. Lazslo Montesoro, reaparecido tras casi dos días de ausencia todavía inexplicada, y Koudou, quien apenas prestaba atención a la conversación, sumido en pensamientos que transformaban su rostro en una máscara de ébano. El líder de la banda y su hombre de confianza tenían mucho de lo que hablar, y preferían hacerlo a solas, por lo que Lazslo intentó zanjar el asunto de Rosefield lo antes posible.

—Si Loup dice que no hay de que preocuparse, es que no lo hay —sentenció, clavando sus ojos marrones en los de la pelirroja, aún enrojecidos por el llanto y la falta de sueño—. Por si acaso, te quedarás un tiempo en uno de nuestros pisos francos...

—Puede quedarse en mi casa, tengo espacio de sobra —se apresuró a añadir Bogard.

—Gracias —dijo ella, posando una mano en el enorme hombro del lugarteniente.

Makoa intercambió una mirada burlona con el viejo Nicodemo, quien no perdía detalle del coloquio desde su barra, y siempre se divertía con las aventuras románticas del enamoradizo Bogard.

—Bien, entonces —Lazslo se enderezó en su silla e hizo un gesto al barman con su vaso vacío para que lo rellenase— Podéis iros a descansar... y tú Loup, sigue investigando sobre Black Manthis. No quiero que ese psicópata nos pille desprevenidos.

Todos cumplieron las órdenes del líder al instante. Makoa prácticamente se esfumó, con su habitual sigilo. Beth caminó hacia la puerta, sacando de su bolso unas gafas oscuras para protegerse del sol matutino, seguida de su autoproclamado paladín, quien cuando ya casi estaba en la calle volvió hasta la mesa, donde Nicodemo servía a Lazslo un Snapple de frambuesa y un café con hielo a Koudou.

—Jefe... tengo algo que proponerte —comenzó, apagando su purito en el cenicero de la mesa—. Creo que Beth debería unirse a la banda.

La idea del orondo lugarteniente hizo que incluso el imperturbable Koudou enarcara una ceja.

—Ya se que es algo mayor... y no está bien entrenada. Pero tiene experiencia en las calles, contactos en zonas de otras bandas, y deberías haberla visto manejar ese bate, jefe. Creo que sería un buen fichaje.

Montesoro dio un sorbo a su bebida y asintió, intentando no mostrar impaciencia ante la inesperada, aunque no tan descabellada, propuesta de Bogard.

—Lo tendré en cuenta. Paro ahora tenemos asuntos más urgentes de los que ocuparnos, como ya sabes.

—Claro, Jefe, me hago cargo. Black Manthis, El Coliseum, Ninette... Solo te lo comentaba para saber si era posible o descartarlo desde ya.

—Es posible. Pero ten presente que si Elizabeth quiere entrar en los Pumas Voladores tendrá que pasar las mismas pruebas que cualquier novata —dijo Lazslo.

El rubicundo rostro de Bogard se ensombreció durante un instante, pero no añadió nada más. Asintió, dio media vuelta y salió del Boogaloo, dejando al fin solos al líder de la banda y a Koudou. Sin duda tenían mucho de lo que hablar.



De pie sobre la parte trasera de un jeep, ocupado por cuatro de sus soldados, Fedra Luvski recibía el azote del viento en el rostro sin que sus acerados ojos azules se inmutasen. Otros dos vehículos muy parecidos, algo más pequeños, flanqueaban al de la Capitana, los tres rumbo al norte, donde los territorios de los Balas Blancas y el de las Llamazonas limitaban.

En el vehículo de la izquierda viajaba Ninette, con el rostro oculto por la máscara de luchadora obsequio de la musculosa líder. Había conseguido, gracias a Esther, unos leggins ajustados de color verde, prenda a la que estaba acostumbrada y con la que lucharía mejor que llevando los anchos pantalones de camuflaje de sus acompañantes, aunque las miradas que éstos le dedicaban a sus redondeadas y prominentes nalgas comenzaban a volverse demasiado descaradas. También llevaba unos guantes de cuero con nudillos de acero, y había conseguido recuperar de entre sus pertenencias sus deportivas con puntera reforzada, más cómodas que las botas militares que pretendían calzarle los nuevos superiores.

Junto a ella viajaban Brenda y Esther, tan ansiosas por entrar en liza como Luvski, y en los asientos delanteros dos hombres que no apartaban la vista de la carretera y del vehículo principal.

—La Capitana parece realmente furiosa —comentó Ninette, algo molesta por lo grave que sonaba su voz con aquella máscara.

—No es para menos —dijo Brenda, la adolescente de cabellos rubios y labios carnosos, al parecer demasiado concentrada como para importunar a Ninette con sus habituales burlas—. Esas zorras se están pasando de la raya últimamente. El mes pasado atracaron una joyería en nuestro territorio y se nos escaparon, y La Capitana se la tiene guardada...

—Ya se que no es asunto mío pero, ¿por qué no acabáis con ellas de una vez? Por lo que sé vuestra banda es mayor y está mejor entrenada.

—No es tan sencillo —respondió esta vez Esther, quien llevaba su melena castaña recogida en una coleta— Como sabes muchas de ellas son putas de alto nivel, tienen influencias en las altas esferas, incluso en la policía. Y su líder, Penélope Glitter, es famosa. Quitarla del medio no sería nada fácil.

La Puma guardó silencio. Era muy poco lo que sabía de las Llamazonas, salvo que la mayoría parecían barbies de tamaño natural y eran más peligrosas de lo que parecían en el combate, arteras y astutas. Apenas diez minutos después los jeeps se detuvieron en seco frente a un local, un restaurante. A la puerta vieron aparcado un Cadillac de color rosa.


—Parece que solo hay un vehículo. no deben ser más de cuatro o cinco —comentó el copiloto, un recluta de apenas veinte años, mientras se bajaba.

—Habrá más en el aparcamiento de la parte trasera. No te confíes.

Divididos en dos grupos, quince Balas Blancas, incluida la propia Fedra Luvski, rodearon el local. La mayoría llevaban armas contundentes, bastones macizos reforzados con metal o porras. Ninette comprobó, con alivio, que el lugarteniente Caimán se había quedado en el cuartel. No le gustaba tener cerca a aquel hombre en ninguna circunstancia.

Tras comfirmar que, efectivamente, había más vehículos de color rosa en la parte trasera, La Capitana dio la orden y asaltaron el lugar. Ninette entró por la puerta principal junto con sus compañeras de entrenamiento, quienes esta vez no llevaban bastones acolchados.

En el interior del restaurante, no demasiado lujoso pero de moda en los últimos meses en la zona norte de la ciudad, al menos una docena de mujeres disfrutaban de un copioso banquete repartido por varias mesas, entre numerosas botellas vacías de licores y vinos caros. La música estaba a todo volumen, y muchas de ellas bailaban. Una en concreto, vestida solo con unas botas altas de tacón y un tanga, se contoneaba sobre una mesa con expertos movimientos de stripper, derribando platos y copas sin el menor reparo.

Los primeros en notar la presencia de los recién llegados, con una mezcla de alivio y miedo, fueron los empleados del negocio. El maître, un hombre de mediana edad que atendía las exigencias de las intrusas con un estoicismo admirable, se quedó congelado mientras abría la enésima botella de ginebra. Dos camareras, una de ellas con el rostro arañado y el maquillaje corrido por el llanto, los miraron como si fuesen ángeles caídos del cielo. Y el único camarero, un atractivo joven a quien habían atado a una columna y desnudado por completo, suspiró ruidosamente, exhausto tras varias horas de sexo no consentido.

A Ninette le llamó la atención, entre otras cosas, la diferencia estética entre los uniformados y sobrios Balas Blancas y las Llamazonas, quienes vestían minifaldas, pantalones de cuero ajustados, vestidos de noche cortos, zapatos o botas de tacones vertiginosos y todo tipo de complementos, todos de marca y a cual más llamativo. Algunas incluso llevaban, a pesar de encontrarse en interior, enormes gafas de sol. Por supuesto, el color predominante entre tan variopinta vestimenta era el rosa.

Cuando se percataron de que estaban rodeadas la música enmudeció. Los bailes cesaron y todas soltaron sus copas o vasos en el lugar más cercano. Nadie pronunció palabra hasta que Fedra Luvski se adelantó, encarándose con quien parecía ser la cabecilla del grupo (como supo más tarde Ninette, ni siquiera era una lugarteniente), una rubia oxigenada de pechos grandes, cintura estrecha y largas piernas, como la mayoría de las Llamazonas, que hizo aletear sus pestañas cuando los ojos de La Capitana la fulminaron.

—¿Qué tal, Capitana? ¿Habéis venido a uniros a la fiesta? —dijo la mujer, con la voz algo espesa por el alcohol.

Antes de que Luvski pudiese responder, otra rubia de apenas veinte años, tambaleándose sobre sus tacones de aguja rosa fucsia, levantó los brazos y elevó su voz estridente sobre el tenso silencio.

—¡Vete de aquí, marimacho! Pero deja a algunos de tus chicos para que sepan lo que es follar con una tía de verdad... ¡Ja, ja, ja!

Todos los Balas adelantaron un paso, con los músculos tensos y las armas listas. Por un momento, la Puma enmascarada se sintió incómoda. Aquello iba a convertirse, de un momento a otro, en un linchamiento a un puñado de furcias borrachas. Pero recordó lo que ya le habían advertido varias veces: las Llamazonas son mas peligrosas de lo que parecen. No te confíes.

Lo que pasó a continuación confirmó las advertencias. La mujer parada frente a La Capitana levantó la mano izquierda y de uno de sus anillos surgió una ráfaga de niebla rosada; sin duda algún tipo de gas tóxico. Por suerte, los entrenados reflejos de Luvski evitaron el efluvio venenoso, y su puño derecho impactó como un obús contra el abdomen de la adversaria, lanzándola varios metros hacia atrás.

Entonces comenzó el caos. Mucho menos ebrias de lo que aparentaban, las Llamazonas se enfrentaron a los atacantes, organizándose cuanto les permitía el espacio ocupado por mesas y sillas, algunas de las cuales lanzaron contra los Balas para ganar tiempo. Las camareras aprovecharon la confusión para desatar a su compañero y se ocultaron tras la barra junto al maître, rezando porque ambos bandos respetasen las normas de los enfrentamientos entre bandas y no usasen armas de fuego.

Ninette vio como Brenda y Esther se lanzaban al combate haciendo girar sus bastones, contra un grupo de cuatro contrincantes, y antes de darse cuenta ella misma tenía encima a una de las Llamazonas. Se trataba de la stripper, quien con sus botas debía medir más de metro ochenta frente al poco más de metro y medio de la Puma.

—¿Que pasa, bollera? ¿Eres tan fea que te obligan a llevar máscara?

Con los pechos bamboleantes (aunque no demasiado, gracias a la generosa cantidad de silicona) y cubiertos de purpurina, se lanzó sobre ella con la intención de clavarle un tacón en el cuello. Ninette lo esquivó y, siguiendo los consejos de Esther en el gimnasio, atacó por abajo con un barrido a la otra pierna de la bailarina. El golpe la hizo girar en el aire y antes de que tocase el suelo, la enmascarada, con un rápido giro en el aire, le propinó una segunda patada en la columna, estampándola contra el sucio suelo.

Sabía que debía seguir moviéndose y ayudar a los Balas en el combate, pero se quedó paralizada, sorprendida por lo que acababa de hacer. Con un solo combo de dos movimientos había matado a aquella mujer, partiéndole el espinazo. No era la primera vez que quitaba una vida en combate, pero nunca lo había hecho de forma tan rápida y precisa.

—¡Libélula, espabila! ¡Una se escapa por el piso de arriba! —gritó la voz de Brenda, enfrascada en un frenético combate con varias contrincantes.

Ninette tardó unos instantes en entender que se refería a ella. La llamaban "libélula" por el dibujo de la máscara que llevaba puesta. Corrió escaleras arriba, persiguiendo a la fugitiva. De soslayo, pudo ver cómo abajo los Balas controlaban la situación. Sin apenas moverse de su posición inicial, la Capitana había derribado a seis de las intrusas, y el resto de los soldados habían reducido o acorralado a las restantes, a pesar de sus tretas e innegable habilidad para el combate (ni la propia Fedra podía negar, por mucho que las odiase, el mérito que tenía moverse con tanta agilidad con tacones como aquellos).

El segundo piso del restaurante resultó ser un simple almacén, atestado de cajas de refrescos, estantes con botellas y cajas de contenido indeterminado. La Llamazona, al verse acorralada, se volvió hacia su perseguidora. Ninette vio que se trataba de una muchacha de apenas diecisiete años, sin duda una novata recién reclutada, vestida con un ajustado y corto vestido de vinilo rosa, pantys de rejilla del mismo color y unos botines blancos con adornos dorados.

La chica se puso en guardia, sin demasiada convicción, lanzando breves miradas a una pequeña ventana cerrada. Sabía que no conseguiría abrirla y escapar. No tenía escapatoria. Sus ojos azules se humedecieron.

—Ríndete —dijo Ninette—. Tus compañeras ya no pueden ayudarte y...

De repente, la joven de rosa agarró una botella de vodka del estante más cercano y se lanzó contra la Puma con un grito de rabia. Ninette paró el golpe agarrándola por la muñeca, le retorció el brazo y la inmovilizó sobre una pequeña mesa de madera, desparramando varias pilas de facturas y papeles. La botella de vodka cayó al suelo y rebotó sin romperse.

—¡Aaaah! ¡Suéltame! ¡Me vas a partir el brazo! ¡Por favor! —suplicó.

—Te dije que te rindieses.

En ese momento la descomunal sombra de Fedra Luvski transformó en penumbra la escasa iluminación del almacén.

—No hay nada peor que una desertora —sentenció La Capitana, acercándose a la inerme presa— Dime, ¿cual es tu nombre, rata cobarde?

—She... Sherry. Me... llamo Sherry —balbució la ahora prisionera, hipnotizada por la imponente presencia de la líder.

Ninette volvió la cabeza y vio también a Brenda, con una sonrisa maliciosa en sus carnosos labios, a Esther, haciendo girar distraídamente su bastón, y a un soldado de cabeza rapada a quién conocía por haber compartido mesa con él en el comedor del cuartel. Fedra le hizo un gesto con la cabeza y el hombre asintió y salió del almacén, corriendo escaleras abajo.

—Capitana... señora, por favor... No me haga daño. La banda pagará mi rescate... lo harán —lloriqueó la Llamazona.

—¿Crees que pagarán un rescate por una simple novata? ¿Por una niñata que huye del combate? Debes de ser todavía más estúpida de lo que pareces —dijo Luvski—. Vamos a darte una lección, y un mensaje para tu líder. Suéltale el brazo, Libélula.

La Puma enmascarada obedeció. Brenda y Esther se acercaron a la mesa, después de soltar sus armas, y desgarraron sin contemplaciones el vestido de Sherry, dejando a la vista unos pechos pequeños y puntiagudos, de pezones tan rosados como su vestimenta. La Llamazona chilló y pataleó, tanto que Ninette tuvo que sujetarle las piernas.

Se escucharon pasos en las escaleras y apareció de nuevo el rapado, portando el maletín metálico que Ninette conocía tan bien. La Capitana lo abrió, sacando del interior a su querido Ariete. Era el mismo con el que había castigado a aquel pobre chico en el barracón, hacía ya casi un mes. El mismo que la Puma temía y por el cual comenzaba a sentir una extraña fascinación. 8 cm. de diámetro. 45 cm. de longitud. De color verde oscuro.

—Libélula, quítate los pantalones.

Ninette quedó petrificada al escuchar las palabras de Fedra Luvski. Sus ojos verdes, enmarcados por las alas del insecto que adornaban su máscara, se abrieron como platos.

—Vas a ser tú quien castigue a esta rata. Has luchado bien ahí abajo, y te concederé el honor de usar mi Ariete.

La lugarteniente de los Pumas Voladores, todavía estupefacta, se quedó mirando el impresionante strap-on. Si se negaba, en presencia de la prisionera, podía descubrir su tapadera, y las Llamazonas sabrían que una Puma había colaborado con los Balas en una lucha contra ellas (y que había matado a una de sus miembros). Aunque Ninette, quien ya empezaba a conocer a Fedra y su forma de pensar, sospechaba que había otros motivos para que se le concediese tal "honor". La Capitana quería que se desprendiese del miedo que le inspiraban, tanto ella como su herramienta. Ganarse quizá su confianza.

Con la misma resolución que habría mostrado una auténtica Bala Blanca, Ninette se desnudó de cintura para abajo.

—Vaya, así que es rubia natural... —bromeó Brenda en voz baja, junto al oído de Esther.

Las dos sujetaban a Sherry por los brazos, manteniéndola sujeta contra la mesa, bocabajo y expuesta, indefensa ante lo que se avecinaba.

Ninette soltó un leve quejido cuando la protuberancia estriada del Ariete, de unos diez centímetros de largo, se introdujo en su estrecha raja, previamente lubricada por la saliva de la propia Fedra, quien también ajustó las correas de cuero en torno a las caderas, cintura y muslos. En el menudo cuerpo de Ninette, el instrumento resultaba aún más impresionante, y le sorprendió lo mucho que pesaba.

—Espera, antes de empezar quiero enseñarte una mejora que he añadido hace poco —dijo La Capitana.

Con una de sus manos, presionó la punta del Ariete, y Ninette se estremeció cuando notó la vibración dentro de su coño y en el clítoris. Desde luego era ingenioso. Cada vez que embistiese a su víctima, recibiría una descarga de placer.

Ninette ya no escuchaba las súplicas de la Llamazona. Estaba ansiosa por usar el monstruo al que tanto había temido. Sin más ceremonia, desgarró los pantys de Sherry, dejando a la vista su sexo y, sobre todo, un prieto culito que no tardaría en ser asaltado. Aplicó el lubricante por toda la superficie del Ariete y se colocó en posición, separando con las manos las nalgas de la prisionera y colocando la punta gruesa y verde del macizo miembro contra el esfínter.

—Empieza despacio... pero con firmeza.

La Puma obedeció el consejo de Fedra. La enorme verga verde entró poco a poco, provocando un prolongado gemido de dolor en la novata, que se convirtió en una serie de chillidos demenciales cuando "Libélula" comenzó a mover las caderas, entrando y saliendo de un ano dilatado hasta el máximo de su resistencia.


Cada vez que el Ariete penetraba hasta el fondo, Ninette notaba la vibración, un placer enloquecedor que eliminó cualquier clase de compasión que pudiese sentir por su víctima. Brenda y Esther no perdían detalle, y el soldado de la cabeza rapada, desde una distancia prudencial, movía una mano dentro de sus pantalones de camuflaje.

Fedra se situó detrás de Ninette, agarró las carnosas nalgas de la puma con sus grandes manos y participó en el correctivo con enérgicos empujones.

—Muy bien, libélula... Ahora lo entiendes, ¿verdad? —le susurró al oído.

Lo entendía. Aquello no era sadismo, ni crueldad. Era dominio y poder. Aplicar un castigo a quien lo merecía (Sherry, zorra cobarde) y obtener a cambio un placer indescriptible. Cuando Ninette se corrió se inclinó hacia atrás, notando en su espalda los monumentales pechos de Fedra, y su aliento cerca del cuello. Había dominado al temido Ariete, y aquella zorrita, si tenía el valor de volver junto a su banda, les transmitiría el mensaje: no se juega con los Balas Blancas.



Por fin solos en el Boogaloo, Lazslo y Koudou pudieron hablar. El líder de los Pumas Voladores decidió no andarse con rodeos, no era su estilo.

—Fui a visitar a tu madre. A Biluva.

—¿Pasaste la prueba?

Lazslo asintió. Decirle a su hombre de confianza, a su mejor amigo, algo que implicaba el hecho de haberse acostado con su madre no le resultaba cómodo, pero la situación en la banda no estaba como para andarse con remilgos. El guerrero negro percibió la incomodidad de su líder.

—Cuando realiza el ritual no es ella realmente, sino la sacerdotisa de Kuokegaros. No tienes por qué sentirte mal.

Desde luego no se sentía mal. Había recibido el poder de un dios tan antiguo como la misma tierra, y lo sentía bullir en su interior. Pero había otro asunto que le costaba más abordar. Sabía que Koudou también había recibido el poder, lo que implicaba que, fuese o no fuese la sacerdotisa de Kuokegaros, se había acostado con su propia madre. De nuevo, prefirió no andarse con rodeos.

—¿Qué clase de poder te concedió a ti, Koudou?

—Kuokegaros da a cada cual lo que necesita —dijo con gravedad el lugarteniente—. Tú necesitabas fuerza para enfrentarte a Fedra Luvski y, seguramente, eso es lo que te ha dado.

—¿Seguramente?

—Con Kuokegaros nunca se puede estar seguro. Y sus dones no deben tomarse a la ligera. Ten cuidado al usar su poder, amigo.

Lazslo Montesoro dio un sorbo a su bebida, pensativo. Desde luego, el contacto que había tenido con la deidad a través de Biluva le había mostrado una entidad caótica y salvaje. Quedaba menos de una semana para su enfrentamiento con La Capitana en El Coliseum, y a pesar de sentirse más fuerte que nunca, las dudas volvían a atormentarle. Además, Koudou no había respondido a su pregunta: ¿Qué clase de poder había recibido de Kuokegaros y por qué lo ocultaba?


 
 
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