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El Vuelo del Puma 4.

Con los codos apoyados en el respaldo de la silla del bar Lazslo Montesoro miraba fijamente el tablero de backgammon sin prestar más atención de la imprescindible a las fichas negras y púrpuras que se desplazaban en direcciones opuestas. Con su habitual (y a veces sospechosa) buena suerte, Ninette sacó dos seises en su tirada, y sus cuatro últimas fichas alcanzaron la meta.
 
—¡Siiii! Parece que estoy en racha, Jefe —exclamó Ninette, dedicando a su líder una de sus encantadoras sonrisas de niña traviesa.
 
—Eso ya lo veremos. Colócalas de nuevo —dijo Lazslo, saliendo por un momento de su ensimismamiento.
 
No le gustaba demasiado aquel juego. Prefería el ajedrez, una batalla donde había que ingeniárselas para matar al contrario, y no aquella carrera absurda del backgammon donde como mucho podías ponerle la zancadilla al enemigo para retrasarlo. Pero a Ninette le encantaba, y después del encuentro del día anterior con los Balas Blancas del cual había vuelto muy alterada necesitaba relajarse. De todos los Pumas Ninette era la que tenía más motivos para odiar a una de las dos bandas que controlaban el Distrito Norte, y sobre todo a su líder: Fedra Luvski, La Capitana.
 
Lanzando de nuevo los dados Lazslo intuyó que en la cabecita rubia de su lugarteniente se repetían una y otra vez los sucesos acaecidos ocho meses atrás, cuando, siendo ella todavía una novata fue atrapada robando en territorio de los Balas Blancas. Fue retenida por La Capitana y sus soldados durante tres días, y nunca habló de lo que le hicieron, pero no volvió a recuperar su carácter jovial y extrovertido hasta varias semanas después.
 
Las fichas púrpura habían vuelto a bloquear a las negras, cosa que desesperaba a Lazslo. Se desperezó, levantando los brazos, y miró a su alrededor. Su adversaria hizo lo mismo, observando con cierto desdén a los escasos camaradas que quedaban a aquellas horas en El Boogaloo, el bar de Los Pumas Voladores. Como de costumbre el orondo Bogard estaba apoyado en la barra intentando llevarse al huerto a una de las novatas, una chica delgada y nerviosa que se carcajeaba con cada uno de los innumerables chistes de su superior. Como de costumbre varios de los chicos estaban matando el tiempo junto a la mesa de billar y una pareja cuyos rostros era imposible distinguir en la penumbra de un rincón se besaban y manoseaban junto a la máquina de discos (una preciosa jukebox que Ninette había conseguido "a muy buen precio" y de la que se sentía particularmente orgullosa).
 
—Como esos dos se pongan a follar encima de mi máquina los reviento a patadas.
 
Lazslo rió, pensando que no sería mala idea invitar esa noche a Ninette a su apartamento y alejar del todo el desasosiego y la incertidumbre que embotaban su cerebro. Dejar de darle vueltas a la oferta de Tarsis Voregan, dejar de preguntarse si al aceptarla había dejado que su ego extendiese un cheque que su cuerpo no podría pagar. Podía olvidarse de todo jugando con el elástico cuerpo de Ninette, invadiendo su milagrosa garganta o dándole a su culito respingón una buena dosis de sodomía salvaje. Los dados cayeron de nuevo.
 
—¿Dónde se habrá metido Koudou? —dijo la joven, moviendo sus fichas de forma que a Lazslo le costase todavía más liberar las suyas.
 
Sabía de sobra donde se encontraba su hombre de confianza: rumiando a solas las mismas preocupaciones y dilemas que Lazslo en la pequeña sala de estar oculta tras el almacén del Boogaloo, un acogedor refugio para uso exclusivo de los lugartenientes y aquellos que fuesen invitados.
 
—Ni idea. Tal vez esté en casa de su madre.
 
Era consciente, ya que apenas había secretos entre ellos, de los sentimientos de Ninette hacia Koudou, y si descubría que estaba a tan solo unos metros de ella preferiría quedarse, fastidiando los planes de un Lazslo que comenzaba a barajar la posibilidad de echar el primer polvo allí mismo, poniendo a Ninette a cuatro patas en el servicio de señoras. Cuando volvió a tirar los dados tenía una erección de mil demonios, y en lugar de hacia sus fichas llevó la mano hasta el muslo de su compañera, apretándolo con ternura mientras miraba a los ojos a su adversaria.
 
La pareja del rincón pulsó sin querer un botón de la jukebox y comenzó a sonar la canción favorita de Ninette (Heart of Glass, de Blondie).
 
 
 
Desde el balcón del primer piso Fedra Luvski podía ver con todo detalle la fachada del Boogaloo. Tan cerca se encontraba que el rótulo de neón, de un estridente rosa violáceo, bañaba con su resplandor las facciones cuadradas de la mujer, haciendo incluso que entornase sus ojos pequeños y de un azul metálico. Se dio la vuelta y entró en el salón, indicando con un gesto a uno de sus hombres que la sustituyese.
 
Sentados en el sofá, un hombre y una mujer de mediana edad maniatados y amordazados miraban a La Capitana con un miedo que pocas personas eran capaces de inspirar en aquella ciudad. En el sitio que quedaba libre en el sofá un hombre vestido con los mismos pantalones de camuflaje verdes y blancos que llevaban todos los Balas blancas, musculoso y con un reptil de aspecto agresivo tatuado en el antebrazo, fumaba distraídamente, dejando caer la ceniza en la limpia alfombra y mirando de cuando en cuando por el rabillo del ojo las piernas de la rehén. Habían irrumpido en la vivienda a las una de la madrugada y sus habitantes, un conductor de autobús y un ama de casa, estaban dormidos. Él solo llevaba puestos los pantalones a rayas de su pijama y ellas unas bragas y una camiseta viejas.
 
—Capitana, ¿puedo mirar si hay algo de beber en la nevera?
 
—Afirmativo. Pero no hagas ruido ni enciendas ninguna luz.
 
El joven con el que Freda había hablado se encontraba apoyado en una estantería y parecía el hermano menor del fumador. La líder de los Balas Blancas lo miró mientras se deslizaba hacia el pasillo, admirando los excelentes resultados que había obtenido adiestrando a aquel cachorro callejero. No importa lo rebelde o agresivo que sea un delincuente juvenil, si lo obligas a levantarse cada día al amanecer terminarás doblegando su voluntad.
 
No se sentía tan orgullosa, por el momento, de las dos chicas de apenas dieciséis años que bostezaban por turnos despatarradas en un sillón. También llevaban los pantalones de camuflaje, pero los habían recortado justo en la línea donde termina la nalga y empieza el muslo, exhibiendo sin recato sus piernas bronceadas. Fedra pensaba castigar aquella alteración indebida del uniforme reglamentario, pero antes disfrutaría durante algunas horas de la visión de aquellos tiernos muslos. Pero para relajar la tensión de la interminable espera La Capitana iba a necesitar algo más que contemplar los tersos cuerpos de Brenda y Esther, dos novatas que había reclutado tanto por su asombroso potencial para el combate como por lo útiles que le resultaban en momentos como aquel.
 
Colocándose en medio del salón Fedra Luvski bajó la cremallera de su cazadora y la abrió. No llevaba nada debajo así que todos los presentes pudieron contemplar los hermosos pechos, grandes y de una forma tan perfecta que no parecían naturales. El hecho de que a pesar de su tamaño se mantuviesen tan erguidos se debía en gran parte a los desarrollados pectorales que ocultaban. Arrojó la cazadora sobre una silla e hizo un gesto con las manos a las novatas, quienes se levantaron de inmediato.
 
Brenda y Esther ya sabían lo que tenían que hacer para relajar a su líder. Brenda, la recluta rubia de labios tan carnosos como hábiles, agarró con ambas manos el pecho izquierdo y succionó el pezón como una cabritilla hambrienta mientras que Esther, la recluta de melena castaña y rizada, hacía lo propio con el seno derecho. Ante la mirada atónita del aterrado matrimonio las jovencitas mamaron con un ansia que iba más allá de la lujuria, como si de los pezones de su mentora brotase alguna especie de elixir primigenio, apretando sus cuerpecitos contra la imponente Fedra, frotando lentamente sus respectivas entrepiernas contra los musculosos muslos.
 
El hombruno rostro de La Capitana se volvió un poco más femenino al relajarse por el placer que emanaba de sus pezones y se desplazaba en oleadas por todo su robusto cuerpo. Extendió los fuertes brazos hacia abajo, metiendo una mano bajo los pantalones de Brenda y la otra bajo los de Esther, moviendo los dedos con tal maestría que no tardaron mucho en correrse. Fedra miraba fijamente al hombre amordazado del sofá, un hombrecillo medio calvo y con un espeso bigote entrecano. Mientras que su esposa había apartado la mirada y roto a llorar por décima vez él no apartaba la mirada del inesperado espectáculo lésbico.
 
De improviso, sobresaltando incluso a las novatas, se inclinó hacia el rehén y le bajó los pantalones del pijama hasta las rodillas de un enérgico tirón, provocando en su esposa un gemido de sorpresa. Era imposible discernir si el sobresalto de la mujer se debía al repentino gesto de La Capitana o a que hacía mucho tiempo que no veía el miembro de su marido tan duro y erecto. A pesar de su terror el conductor de autobús no podía sustraerse a la sensualidad de la estampa que contemplaba.
 
Brenda y Esther intercambiaron risitas y miradas, abrazadas a las piernas de su líder, hasta que las callosas manos agarraron sendas cabezas y las obligaron a acercarse a la entrepierna del hombre.
 
—Chupad, y hacedlo bien. Que este infeliz se quede con un buen recuerdo de los Balas Blancas.
 
Mientras Brenda lamía la punta y Esther desplazaba su rápida lengua desde los testículos hasta tocar los labios de su compañera, el hombre con el reptil tatuado se había metido la mano bajo los pantalones y la movía lentamente, acariciando con la otra mano el rollizo muslo de la rehén. Su marido respiraba ruidosamente, con los ojos apretados aunque se moría de ganas por ver los bellos rostros de las dos adolescentes que se la estaban chupando. No vio como el secuestrador agarraba a su mujer por las caderas y la colocaba de lado, le bajaba las desgastadas bragas y se colocaba detrás de ella, la agarraba del cuello y la penetraba mientras su rostro enrojecía por la falta de oxígeno.
 
Fedra Luvski permanecía de pie, contemplando la escena con su intensa mirada azul y masturbándose con ambas manos. Observó como Brenda había resultado ser toda una maestra en el arte de la felación, mientras que Esther, que era lesbiana al igual que Freda, parecía más interesada en besar y acariciar a su amiga que en dar placer al macho. Observó también como el rostro de la esposa comenzaba a volverse violáceo.
 
—¡Caimán! Ten cuidado —ordenó La Capitana.
 
El hombre con el reptil tatuado soltó el cuello de su víctima, quien ya se había resignado a morir en aquel sofá, la agarró del hombro y continuó castigando desde atrás su estrecha raja, poco acostumbrada a visitas de aquel calibre, bombeando cada vez más deprisa hasta que la inundó con una abundante corrida. El marido no tardo demasiado en imitar a su captor, solo que el semen del conductor de autobús se derramó en la boca de Brenda, quien lo dejó chorrear por su barbilla para que Esther también lo probase. Bañados por el resplandor rosado del Boogaloo, los músculos de Fedra se hincharon, desde los gemelos hasta los tríceps, y un profundo suspiro brotó de sus severos labios, la trompeta que anunciaba la llegada de un largo orgasmo.
 
En el piso de al lado, otro grupo de seis Balas Blancas intercambiaron miradas y sonrisas al escuchar los inconfundibles suspiros de su Capitana. Ellos no tenían rehenes, ya que aquel piso estaba vacío, al igual que las otras dos viviendas del pequeño edificio donde veinticinco Balas Blancas, comandados por la misma Fedra Luvski y Caimán, su más feroz lugarteniente, aguardaban observando discretamente desde los balcones la puerta del Boogaloo. Esperando con impaciencia a que Lazslo Montesoro saliese del local y La Capitana diese la orden de ataque.
 
 
 
 
 
 
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