Ninette bostezó ruidosamente cuando la última de sus fichas llegó a la meta. Se puso en pie y se desperezó, poniéndose de puntillas y estirando los brazos por encima de la cabeza. Lazslo miró sin disimulo sus piernas, cortas pero bien formadas, enfundadas en unos leggins con una pernera negra y otra púrpura, los colores de la banda.
—Creo que me voy a la cama, Jefe —dijo con voz somnolienta—. Ya te he ganado tantas veces que me aburro.
El líder de los Pumas Voladores sonrió, una sonrisa melancólica y también algo cansada.
—Te acompañaré a casa.
La joven lugarteniente giró un poco el cuerpo, evitando los ojos de Lazslo. Era consciente de que su superior no quería acompañarla a su piso, sino a su cama. Que una chica de la banda se negase a acostarse con su líder, incluso con un lugarteniente, era algo que podía costarle la expulsión, o en el mejor de los casos que la ningunearan o le encomendasen tareas de poca monta. Pero Ninette no era cualquier chica de la banda.
—No... no voy directamente a casa. Pero gracias.
Lazslo sabía lo que eso significaba: "Voy a casa de Koudou". Él sabía que el guerrero negro no estaba en casa, sino en la pequeña sala oculta tras el almacén. Pero, por motivos que ni él mismo terminaba de entender, prefería que ella no lo supiera.
—De todas formas ya nos vamos todos —dijo, poniéndose también en pie—. No me gusta que El Boogaloo esté abierto toda la noche.
Se encasquetó su gorra de béisbol, negra y con un puma alado bordado en púrpura, un regalo de una chica de la banda, una que no se había negado a follar con él tres días antes, una a la que había hecho llorar en la parte trasera de un coche, sodomizándola con furia mientras le apretaba el rostro contra el asiento. Una que, tras secarse las lágrimas, le había dado las gracias mirándole con adoración.
—¡Vamos, gente! Se acabó beber gratis por esta noche —exclamó, chasqueando los dedos con autoridad.
Bogard apuró su cerveza y agarró por la cintura a la delgaducha novata con la que había estado flirteando toda la noche, quién parecía aún más flaca junto al fornido lugarteniente.
—Venga, pequeña. Seguiremos la fiesta en mi casa.
La novata ronroneó y besó el hombro de Bogard. Estaba tan borracha que se habría caído de no ser por la firme presa de su superior.
Los tres pumas que quedaban jugando al billar, dos hombres y una mujer, soltaron los palos y recogieron las bolas entre bromas.
La pareja que se besaba y manoseaba junto a la jukebox salió de la penumbra. Eran dos chicos, uno de ellos un novato con la cabeza afeitada cuyo nombre no recordaba Lazslo, y el otro un joven llamado Loup, cuyo hermoso rostro de ojos rasgados era difícil ignorar.
El barman, un veterano al que faltaban tres dedos de la mano izquierda (cosa que no le impedía preparar formidables cócteles) y cojeaba ostensiblemente se dispuso a recoger los vasos vacíos de la barra .
Mientras todos salían hacia la calle, Lazslo recogió el tablero de backgammon con deliberada lentitud. Nicodemo, el barman, miró al líder mientras bajaba interruptores en el cuadro de luces.
—Deja las llaves en la barra. Yo cerraré y apagaré el luminoso.
—De acuerdo. Buenas noches, Jefe —dijo el veterano, rascándose con extrañeza su barba entrecana mientras cojeaba hacia la puerta, ya que no era habitual que Lazslo cerrase El Boogaloo personalmente.
Una vez solo en la penumbra del bar cerrado, iluminado solo por el resplandor rojizo de la jukebox y el azulado de un expositor para helados, caminó hasta el almacén. Apartó una pila de cajas de refrescos vacías y entró por la puerta secreta. Fue recibido por una densa nube de humo y por una mirada penetrante.
La sala secreta era más grande de lo que podría suponerse desde fuera. Estaba amueblada con tres sofás que rodeaban una mesita baja, donde un cenicero abarrotado de colillas y varios mapas de la ciudad llenos de símbolos y anotaciones delataban la presencia del mejor lugarteniente de los Pumas Voladores: Koudou. Estaba sentado en el sofá central, con un pie apoyado en el borde de la mesa, echando humo por la nariz. Solo llevaba puestos sus pantalones bombachos con los colores de la banda y su torso desnudo brillaba con la escasa luz proporcionada por una lámpara con forma de globo terráqueo.
Lazslo lo saludó con la mano, como de costumbre, y se sentó en el sofá de la derecha, mirando distraídamente los mapas.
—¿Alguna novedad? —preguntó el lugarteniente con su voz de barítono.
—Poca cosa. Bogard se ha ligado a la novata canija, y Loup Makoa se está cepillando a ese de la cabeza afeitada... ¿cómo coño se llamaba?
Koudou expulsó de nuevo humo por la nariz. Sus labios carnosos se torcieron en una media sonrisa.
—Todo eso ya lo he escuchado desde aquí.
El líder rió por lo bajo. A veces se olvidaba de que los agudos sentidos del guerrero eran casi sobrehumanos. Seguro que también había escuchado su conversación con Ninette.
—¿Te ha llegado algún mensaje de Voregan? —preguntó Koudou, rompiendo el incómodo silencio.
—No, pero no tardará en llegar. A ese hijo de puta no le gusta que le hagan esperar.
—Algo me huele mal en todo esto, Lazslo. Me parece mucha casualidad que los Balas Blancas atacasen uno de nuestros locales poco después de la oferta de Voregan —dijo Koudou, apagando el cigarrillo en el cenicero.
—En caso de aceptar la oferta nos vendría bien. Nadie sospecharía nada —respondió Lazslo, aunque sabía que la agudeza del lugarteniente no se limitaba a sus sentidos.
Cuando se disponían a continuar la conversación Koudou se puso en pie de repente, tenso como una cuerda de violín. El alfanje plateado había aparecido en su mano como por arte de magia.
—Algo ocurre en la calle, ¡vamos!
Lazslo saltó del sofá. Él también podía escuchar los gritos.
Los Balas Blancas habían caído del cielo. O al menos eso le pareció a los nueve Pumas Voladores, confundidos por la oscuridad, el cansancio y el alcohol, cuando se descolgaron desde los balcones del edificio.
Eran más de veinte. Todos vestidos con aquellos pantalones de camuflaje verdes y blancos, botas militares y ajustadas camisetas blancas o verdes, casi todos con el pelo muy corto o la cabeza rapada. Todos armados con garrotes claveteados, largos machetes o sables marciales.
Atacaron sin mediar palabra, y en cuestión de segundos los adoquines y los muros de la calle se mancharon con sangre. Las primeras bajas fueron en el bando de los Balas. La mujer que jugaba al billar y uno de sus compañeros lanzaron sendos cuchillos que alcanzaron su objetivo. El tercer jugador tuvo menos suerte. Consiguió esquivar el mandoble de un adversario y desarmarlo, pero durante el forcejeo otro se acercó desde un lado y le abrió la cabeza de un garrotazo.
Ninette y Bogard intentaron organizar la defensa, reponiéndose de la sorpresa impartieron órdenes a voz en cuello. Intentaron formar una línea cerca de El Boogaloo, para aprovechar el resplandor violáceo del neón y refugiarse dentro en caso de necesidad, pero era difícil retroceder y defenderse al mismo tiempo de los bien entrenados atacantes.
Bogard lanzaba sus grandes puños a diestro y siniestro, intentando cubrir con su cuerpo a su ebria e inexperta compañera. Sin embargo, la novata flacucha fue la siguiente en caer, degollada de un machetazo.
—¡Hijos de la gran puta! —bramó Bogard, hundiéndole el tabique nasal en el cerebro al portador del machete con un terrible derechazo.
Tres Balas armados con garrotes rodearon a Ninette, pensando que no tardarían mucho en derribar a la pequeña puma. Se equivocaban. Los quiebros y piruetas de la joven hacían que las pesadas armas de madera y metal fuesen inútiles, y sus certeras patadas y codazos pronto pusieron fin al desigual combate.
—¡Nicodemo! ¡Vuelve dentro, rápido! —chilló la rubia lugarteniente, preocupada a pesar del caos reinante por el tullido barman.
—¡Y una mierda!
El veterano no estaba dispuesto a abandonar a sus compañeros. Sacó una cadena que llevaba oculta enrollada a la cintura y recibió a su primer atacante con un latigazo metálico que le destrozó la mandíbula. Mientras tanto, los lanzadores de cuchillos, que no habían podido recuperar sus armas de los cadáveres, fueron abatidos por una lluvia de estocadas relampagueantes, provenientes de un brazo tatuado con un reptil de aspecto agresivo.
A pocos metros, Loup Makoa se movía con una agilidad que poco tenía que envidiar a la de Ninette. Consiguió arrebatar el arma a un enemigo, una especie de bastón de extremos reforzados con metal, y haciéndolo girar sobre su cabeza le destrozó la tráquea al Bala Blanca que acababa de atravesar la cabeza afeitada de su amante con un largo puñal.
Cuando Ninette se disponía a ayudar a sus compañeros, dos jovencitas con pantalones exageradamente cortos y expresión burlona le cortaron el paso.
—¿Donde vas, rubita? —dijo Brenda.
—No va a ninguna parte —dijo Esther.
Reparó en que ambas llevaban en el cinturón dos pequeños revólveres de cañón corto. Las armas de fuego estaban prohibidas en las luchas entre bandas, pero teniendo en cuenta que aquel era un ataque ilegal, ya que no había ninguna guerra declarada entre los Pumas Voladores y los Balas Blancas, Ninette se preparó para cualquier cosa.
—Fuera de mi camino, niñatas, si no queréis que os meta esas pistolitas por el culo.
—¡Ja! —rió Brenda—. Por lo que dice nuestra Capitana es a ti a quien le gusta que le metan cositas por detrás.
Ninette enrojeció de ira y vergüenza. Con los dientes apretados, gruñendo como un animal acorralado, se lanzó al ataque. Para su sorpresa, las adolescentes esquivaron sus ataques uno tras otro. Solamente consiguió acertar con una patada en el vientre de Esther, casi al mismo tiempo que Brenda la hacía retroceder con un fuerte puñetazo en el pómulo. Aturdida por el golpe, no vio como dos enemigos se acercaban por la espalda y la inmovilizaban.
—Ahora pórtate bien. Vamos a llevarte a un lugar que ya conoces... ¡Ja, ja! —le susurró Brenda al oído mientras le apretaba el cañón de su revólver contra las costillas.
Los Pumas Voladores que aún seguían en pie estaban demasiado ocupados luchando por sus vidas como para darse cuenta de que su lugarteniente era arrastrada hacia un callejón, desapareciendo en las sombras. Apenas unos segundos después, Lazslo y Koudou irrumpieron en la batalla, derribando a cuatro adversarios en cuestión de segundos.
—¡Lazslo! —gritó Bogard, quien sangraba por varias heridas y parecía exhausto— ¡Nos están jodiendo! ¿A qué coño viene esto?
El líder no contestó. Arrancó un machete de una mano inerte y se concentró en socorrer a Nicodemo, quien también estaba gravemente herido pero aun en pie y repartiendo cadenazos. Koudou, por su parte, fue en ayuda del joven Loup, quien esquivaba como podía las vertiginosas estocadas de Caimán, el lugarteniente de los Balas Blancas. La última de ellas, dirigida al corazón, fue bloqueada por un alfanje plateado.
—¡Vaya! El gran guerrero negro con su colmillo de plata —dijo, sarcástico, el hombre tatuado.
Koudou respondió a la provocación con una lluvia de tajos y estocadas que Caimán detuvo o esquivó uno tras otro.
Cuando se libró de los esbirros que atacaban al barman y consiguió ponerlo a salvo dentro de El Boogaloo corrió en ayuda de Bogard, pero a medio camino una muralla de músculo le cortó el paso y la respiración. Unos brazos musculosos le rodeaban, apretándole contra unos grandes y, tenía que reconocerlo, hermosos pechos ocultos por una cazadora verde. Levantó la cabeza y se encontró con la mirada azul y gélida de Fedra Luvski.
—¿Lo ves Montesoro? Si llevases una vida disciplinada y sana, en lugar de trasnochar con tus amigotes no te pasarían estas cosas.
Lazslo no podía responder. El poco aire que le quedaba dentro del cuerpo lo necesitaba para seguir viviendo, y "el abrazo de osa" aumentaba su presión segundo a segundo. Intentó zafarse inútilmente; era como estar atrapado en una prensa hidráulica. Cuando pensaba que todos los huesos de su torso iban a quebrarse como madera seca Fedra lo liberó de pronto, lo agarró de la nuca y lo lanzó varios metros por el aire.
—¡Alto! —bramó la imponente Capitana.
Sus hombres dejaron de luchar al instante. Los Pumas Voladores miraron a su líder, quien levantó a duras penas un brazo para ordenarles que también se detuviesen. Estaba arrodillado en el suelo e intentaba recuperar el aliento.
—Hablemos, Montesoro. No merece la pena que sigamos perdiendo soldados —dijo la líder de los balas blancas, apoyando el peso en una de sus musculosas piernas mientras colocaba las manos en la cintura.
—¿De... de qué quieres hablar? —farfulló Lazslo, poniéndose en pie, ignorando los pinchazos en las costillas cuando inhalaba aire.
—Parece que hay alguien empeñado en que nos matemos, ¿no es así?
Ambos líderes se miraron a los ojos. Fedra Luvski no era de las que se andan con rodeos, y Lazslo Montesoro estaba demasiado magullado como para hacerlo.
—No acepté la oferta de Voregan. Este ataque ha sido...
—No la has aceptado aún —interrumpió La Capitana—. Y sospecho que no ibas a hacerlo. A mí me hizo una oferta parecida y la rechacé. Sí, no me mires con esa cara de sorpresa. Ya deberías saber que clase de bastardo retorcido es Tarsis Voregan.
Lazslo miró a Koudou, quien permanecía inmóvil pero alerta a pocos pasos del sonriente Caimán. Algo olía mal, desde luego.
—Pero no te emociones, chaval —continuó Fedra—. Eso no significa que seamos amiguitos o que vaya a dejarte en paz. Tu y tu banda sois un grano en el culo, y como no quiero más masacres vamos a solucionarlo como caballeros. Como un caballero y una dama, mejor dicho.
Todos sabían de lo que estaba hablando La Capitana, y no salían de su asombro.
—¿Estás hablando de El Coliseum?
—Estoy hablando de El Coliseum. Dentro de un mes, Montesoro. Tendrás tiempo de recuperarte y entrenar un poco, algo que no te vendría mal.
Lazslo guardó silencio durante casi un minuto. El Coliseum era una zona neutral, la arena donde los líderes de las bandas podían resolver sus conflictos cara a cara, en combate singular, sin armas. Hacía casi un año que no se celebraba un combate en El Coliseum, y sin duda sería todo un acontecimiento.
—¿Cuales son las condiciones, Luvski?
—Escucha bien, para que no haya malentendidos, ¡escuchad todos!- exclamó con su voz de contralto, dirigiéndose a los miembros de ambas bandas—. Si yo, Fedra Luvski, gano el combate, te unirás a mí en un ataque conjunto contra Los Toros de Hierro. Si vencemos a ese mal nacido de Voregan, conservarás tu territorio y te daré una cuarta parte de el de los Toros.
—¿Y si gano yo?
—Si ganas tú conservarás tu territorio actual y los Balas Blancas no lo pisarán en un año —Fedra hizo una pausa y sus severos labios se curvaron en una sonrisa donde había malicia y lujuria a partes iguales—. Y, por supuesto, te devolveré a esa rubita que tanto nos gusta a ambos.
A el líder de los Pumas Voladores se le heló la sangre en las venas cuando las palabras de su rival le hicieron reparar en algo en lo que no había reparado hasta entonces: Ninette no estaba.