Bogard encendió uno de sus puritos y cambió de postura en la incómoda silla plegable, haciéndola crujir. Estaba en una casa de las afueras, cerca del territorio de los Balas Blancas, aunque eso no le preocupaba en absoluto. Hasta que Lazslo y La Capitana se enfrentasen en El Coliseum los Pumas y los Balas estaban en tregua.
A escasos metros del orondo lugarteniente, en un sofá verde pistacho, Elizabeth Rosefield masajeaba a dos manos la imponente verga de un gigantón negro disfrazado de obrero, mirando con una maliciosa sonrisa al hombre blanco trajeado que interpretaba a su marido, obligado a presenciar la infidelidad interracial desde una butaca cercana. Un tipo delgado, con coleta y gafas, lo grababa todo cámara en mano.
—¡Oooh, Beverly! ¿Por qué me haces esto?
—Porque eres un pichacorta y no me follas como es debido. Sabes que te quiero, cariño —dijo la pelirroja, haciendo una pausa para lamer el glande del obrero—, a ti y a tus tarjetas de crédito. Pero mi chochito necesita una buena polla negra.
—¡Ja, ja, ja! Tranquilo, hermano. He venido a montar los muebles de la cocina, pero no me importa montar a la guarrilla de tu mujer por el mismo precio.
Como cualquier buen aficionado al porno, Bogard apenas prestaba atención a los diálogos, concentrado en admirar el cuerpo de la actriz, arrodillada en el suelo con un vestido corto y ajustado que dejaba a la vista las interminables piernas rematadas con tacones de aguja. Cuando Koudou propuso que dos novatos escoltasen a Elizabeth y la librasen de su agresivo exnovio, Bogard se negó en redondo. Si alguien merecía estar en el rodaje de "¡Oh, no! A mi mujer se la está follando un negro 7" ese era él. Todavía no entendía que Koudou hubiese rechazado un papel en la película.
No pudo evitar reirse al ver los exagerados aspavientos y lloriqueos del hombrecillo trajeado mientras su "querida Beverly", a cuatro patas en el sofá, le miraba a los ojos entre gemidos y gritos de placer.
—Mmm... ¿Lo ves, cariño? ¡Aaaaauhg! Así es como se hace... ¡Dame... reviéntame el coño!
—¡Querida, por favor! Te compraré un coche, o lo que quieras... pero para ya ¡Te va a hacer daño!
—¿Daño? ¡Ja, ja! Tu zorra está chorreando, hermano. Se nota que hace tiempo que no la follaban bien. Dime, nena ¿Éste pringado te da bien por el culo?
—Uuuuh... No... nunca. Méteme tu pollón negro por el culito.
—¡Vale, paramos! —exclamó el cámara y director de la película— Muy bien Beth, y tu también Sam. Y tú, Lester, fúmate un porro a ver si te relajas. Pareces tonto moviendo tanto los brazos.
—Perdona, en la escuela de arte dramático no me enseñaron a interpretar a un cornudo.
—¡Ja, ja, ja! Pues yo me lo estoy creyendo, hermano.
Bogard intentó disimular su erección cruzando las piernas cuando la pelirroja, desnuda sobre los tacones de aguja, se acercó a él y se inclinó para hablarle.
—Oye, si te aburres puedes ver la tele en la habitación de al lado.
—¿Estás de broma? Es un honor verte trabajar en directo, Elizabeth.
—Llámame Beth —dijo la actriz, recogiéndose en una coleta su larga melena—. Y ahora, si me disculpas, voy al baño a preparme.
—Oye, Beth... Ten cuidado. Ese tío la tiene como un caballo.
—¡Ja, ja! Parce mentira que seas mi mayor fan, Bogard. ¿Ya no te acuerdas de mi escena en "Intercambio anal"? Comparado con eso, va a ser como meterme un dedito.
Dicho esto, se alejó hacia el baño, dejando a su sudoroso escolta sumido en los recuerdos. Desde luego que se acordaba de esa película. En los vestuarios de un equipo de baloncesto universitario, preciosa con un uniforme de animadora, Beth protagonizaba una de las mejores escenas de doble penetración anal de la historia. Bogard se secó el sudor del rostro con el pañuelo negro y púrpura que llevaba al cuello y encendió otro purito.
Esta vez no caería tan fácilmente. Ninette agarró con firmeza el largo bastón de extremos acolchados y se puso en guardia. Tenía algunos moratones y estaba agotada, pero en sus ojos verdes brillaba la determinación.
—¿No te rindes, rubita? —preguntó Brenda, burlona.
—¿Por qué coño no dejas de llamarme así? Tu también eres rubia.
—Pero te saco una cabeza, rubita.
—Dejaos de gilipolleces —dijo Esther, lanzándose al ataque con un arma idéntica a la de la lugarteniente de los Pumas Voladores.
Las tres vestían las ropas de entrenamiento de los Balas Blancas: unos shorts ajustados de camuflaje y una camiseta blanca de tirantes. Estaban descalzas y se movían sobre el parquet del gimnasio a tal velocidad que costaba distinguir un movimiento del siguiente. Ninette retrocedió, haciendo piruetas al tiempo que esquivaba o bloqueaba los ataques de sus adversarias. Con una voltereta aterrizó sobre un banco de ejercicios y consiguió conectar un golpe en el vientre de Brenda, haciéndola retroceder. Giró el bastón a gran velocidad, sorprendiendo a Esther cuando bloqueó su ataque mientras lanzaba una patada a la mandíbula. La Bala Blanca de melena rizada evitó el pequeño pie de su contrincante y la agarró del tobillo, haciéndola caer del banco. Antes de que pudiese reaccionar la tenía sentada sobre su pecho, reteniéndola con el bastón cruzado sobre el cuello.
—No ha estado mal, Ninette —la felicitó Esther—. Pero en lugar de intentar ganar altura subiéndote a algo deberías aprovechar tu estatura y atacar por abajo.
—Eso es, puma. Intenta sacar provecho a eso de ser una enana —dijo Brenda, ya recuperada del golpe.
Aunque deseaba más que nada en el mundo ser liberada y volver con Lazslo y, sobre todo, con Koudou, tenía que reconocer que durante las dos semanas que llevaba viviendo como una Bala Blanca tanto su tono muscular como su técnica de combate habían mejorado considerablemente. Desde luego, no le gustaba levantarse al amanecer, comer verduras hervidas o fregar los barracones, pero después de todo Fedra Luvski había cumplido su palabra y no la trataba como a una prisionera, sino como a cualquier otra de sus soldados. Incluso había entablado cierta amistad con Brenda y Esther, quienes además de ayudarla a entrenar la protegían de Caimán.
—No te creas que lo hacemos por tí, rubita —decía Brenda, poco dispuesta a reconocer que se había encariñado con la Puma—.Ese tío es un psicópata. ¿Sabes que le gusta estrangular a las tías mientras se las folla? La Capitana se lo tiene prohibido, pero el muy cabrón...
En ese momento la puerta metálica del gimnasio se abrió y las tres chicas, que compartían una botella de agua helada sentadas en una colchoneta, se pusieron en pie de un salto. Fedra Luvski, tan imponente como de costumbre, se encaminó hacia ellas haciendo crujir el parquet con sus botas militares.
—Brenda, Esther. Id a cambiaros, rápido.
—A sus órdenes, Capitana.
Salieron corriendo hacia los vestuarios, dejando a Ninette sola en el desierto gimnasio del cuartel con su captora. Fedra la miraba fijamente, sin dejar que su rostro anguloso reflejase emoción alguna. Llevaba los pantalones de camuflaje verdes y blancos, los guantes con nudillos reforzados y la cazadora con la que apenas podía disimular su magnífico busto, casi tan legendario como su fuerza.
—Las chicas dicen que has progresado mucho en el combate sin armas, Ninette. Te felicito.
—Gracias, Capitana.
La Puma permanecía erguida, intentando no parecer débil ante la gigantesca mujer. Durante aquellas dos semanas no había intentado satisfacer el deseo que sentía hacia ella, cosa que la aliviaba e inquietaba a partes iguales; tal vez La Capitana estaba esperando hasta el último momento para llevarla a una celda y volver a ensartarla con su "Ariete", como había hecho la primera vez que la secuestró. Nunca lo olvidaría. Pero lo que más torturaba a Ninette era que el desagradable recuerdo resultaba cada vez menos desagradable, y la incertidumbre de que se repitiese se transformaba poco a poco en una extraña impaciencia.
—Dime —habló de nuevo Fedra—. He cumplido la promesa que te hice ¿verdad? No solo te he tratado bien sino que te he convertido en una luchadora mejor.
Y aquí viene, pensó Ninette, Ahora me desnudará con sus manazas y me follará en el banco de abdominales con ese trasto enorme ¿Lo habrá traído?
—Así es, Capitana. Ha cumplido con su palabra.
—Y seguro que estás harta de estar encerrada aquí ¿me equivoco?
¿Pero qué es lo que pretende? Me lo va a hacer, seguro. Me va a empalar con su juguete y me obligará a chuparle los pezones. Tan duros y rosados...
—A nadie le gusta estar encerrado, Capitana —dijo Ninette, cambiando el peso de su cuerpo de una sudorosa pierna a la otra.
—Voy a darte una oportunidad, pequeña Puma. Podrás pasar unas horas en la calle y poner en práctica tus nuevas habilidades. Pero si intentas jugármela y escapar...
—No haría tal cosa, Capitana. Respeto el pacto que mi líder hizo con usted —se apresuró a decir la lugarteniente cautiva.
Fedra Luvski asintió complacida. Su pecho se hinchó todavía más dentro de la cazadora verde cuando tomó aire antes de hablar.
—Uno de nuestros centinelas nos ha informado de que un grupo de Llamazonas está haciendo de las suyas en territorio de los Balas Blancas y voy a ir personalmente a darles lo que se merecen, ¿te gustaría venir?
Ninette titubeó. Había oído hablar en muchas ocasiones de la banda que controlaba las lujosas urbanizaciones y zonas comerciales al norte de la ciudad: las Llamazonas. Todas ellas eran mujeres, y la mayoría compaginaban sus actividades en la banda trabajando como modelos, strippers o putas de lujo. A pesar de su aspecto de niñas ricas vestidas de rosa podían ser muy peligrosas, y su líder, Penélope Glitter, todo un mito erótico gracias a sus apariciones en películas de serie B y revistas eróticas.
—No se si sería buena idea, Capitana. Los Pumas Voladores nunca han tenido problemas con las Llamazonas, y mi presencia podría traer problemas.
Fedra Luvski sonrió y sacó algo de su bolsillo que entregó a Ninette. Era una máscara de lucha libre, blanca y con adornos verdes y negros. Los agujeros para los ojos se abrían justo entre las alas de una estilizada libélula verde.
—Nadie sabrá quién eres, pequeña. Esas zorras solo verán a una Bala Blanca enmascarada.
La puma contempló detenidamente la máscara. Al menos era bonita, aunque no le gustaban los colores de los Balas. ¿Se enfadarían Lazslo y Koudou si aceptaba la propuesta de la Capitana? No tenían por qué entererarse, se dijo, y la verdad es que se moría de ganas de salir a las calles de nuevo y patear a unas cuantas Llamazonas en sus preciosos culos.
—Está bien, Capitana. Lo haré.
Bogard se echó hacia adelante en la silla cuando la escena llegó a su punto álgido. Elizabeth y Sam llevaban casi una hora haciendo temblar el sofá verde, empapado en varios lugares por los fluídos de la actriz, quien estaba a punto de llegar a su tercer orgasmo, y el sudor del gigantón negro, cuya impresionante musculatura brillaba a la luz del foco.
El lugarteniente de los Pumas Voladores había podido comprobar algo que ya sospechaba: Elizabeth Rosefield no fingía, se corría de verdad en sus escenas, y en ese momento lo hizo por tercera vez. Con algunos mechones pelirrojos pegados al rostro a causa del sudor, el maquillaje cayendo como una cascada negra por sus mejillas y las nalgas enrojecidas por los azotes de su compañero, la actriz cabalgaba salvajamente sobre la gruesa tranca, que se deslizaba una y otra vez dentro de su culo mientras movía la mano sobre su clítoris tan deprisa que era un borrón rosado y chorreante. El chillido de placer fue tan intenso que el falso marido se tapó los oídos.
—¡Oh, Beverly! ¿Otra vez? Conmigo nunca te corres así...
—Y ahora me toca a mí, hermano.
Dicho esto, Sam descabalgó a Beth con brusquedad, haciéndola caer de rodillas al suelo enmoquetado. La agarró del pelo y descargó en su boca abierta. Ella recibió el primer disparo de leche espesa y caliente en su lengua, relamiéndose mientras miraba de reojo a su falso marido y ordeñaba a dos manos a su falso amante, que le obsequió con otro viscoso chorro en el rostro y otro más en el pecho.
—Jooooder... Tu mujercita es una zorra de primera...
—Oh, Beverly... ¿por qué me haces esto?
—Mmmm... querido... Cierra la boca y saca el talonario. Este machote se ha ganado una buena propina.
Media hora después, Bogard y Elizabeth, recién duchada, salían de la casa. Aunque llevase unos tejanos con una camiseta y el pelo mojado recogido en una larga coleta, al Puma Volador seguía pareciéndola una diosa.
—¿Quieres que vayamos a cenar a algún sitio? —preguntó Bogard.
—¿Qué tal en mi casa? No tengo nada en la nevera pero podemos pedir una pizza.
—Por mí, de puta madre.
Mientras subían al destartalado todoterreno de la actriz, Bogard intentaba disimular su entusiasmo. Durante su adolescencia había pasado muchas horas comiendo pizza y viendo películas porno, fantaseando con mujeres que no eran ni la mitad de atractivas que Beth. Intentó no hacerse demasiadas ilusiones. La chica acababa de terminar una intensa escena, se había corrido tres veces y sin duda estaba cansada. Pero de momento estaba dispuesto a conformarse con su compañía. Las palabras que pronunciase Koudou en el Boogaloo días atrás resonaron como un eco en su cerebro: No te enamores todavía, compañero.
Después de casi media hora llegaron a un bloque de apartamentos de cuatro pisos de altura. El lugarteniente de los Pumas torció ligeramente el gesto, apagó otro de sus puritos contra la sucia acera y exhaló una nube de humo por la nariz.
—Vives en territorio de los Toros de Hierro, ¿lo sabías?
—Lo sabía —respondió Elizabeth, buscando en su bolso las llaves—. Pero como ya os dije no tengo nada que ver con ninguna banda.
—¿Y ese exnovio tuyo?
—Como todos los macarras, camellos y putas de este barrio dice que conoce a Voregan, para darse importancia.
—¿Y crees que lo conoce de verdad?
—Ni de coña. Mick no es nadie.
Eso espero, pensó Bogard. El piso de Beth era pequeño, pero estaba limpio y decorado con todo el buen gusto que puede permitirse alguien con pocos ingresos. Sobre una mesita baja, frente al sofá, se desparramaban varias revistas de moda y de cine. Ah, mi querida Beth, ¿qué fue lo que salió mal?
—Ponte cómodo.
Cuando se sentó en el mullido sofá, Bogard pudo ver en el mueble de la televisión, junto al reproductor de vídeo, las carátulas de varias películas X. Algunas de ellas las había visto, y otras las conocía de oídas.
—Vaya, ¿te traes trabajo a casa? —bromeó el Puma.
—En este negocio hay que estar al día —dijo la pelirroja mientras se sentaba junto al teléfono, buscando entre un desordenado montón de papeles el número de la pizzeria— Aunque yo he tenido suerte con Chazz, ya sabes, el director. Es buen tipo y siempre cuenta conmigo para sus películas.
—¿Te lo tiras? —preguntó Bogard, como si no le diese importancia al asunto.
—No. Aunque en una de las primeras escenas que rodé con él, en "Taladrada por todos 3" creo que fue... No se si la habrás visto. Me follaban cinco tíos y después se corrían todos en mi cara, y al final de la escena Chazz estaba tan caliente que se sacó la polla, se la chupé y también se corrió. La verdad es que apenas me di cuenta, pero después al ver la peli me dije ¡eh, pero si hay seis rabos! ¡Ja, ja, ja! ¿Como te gusta?
—¿Que... qué? —balbució Bogard, algo aturdido por la naturalidad de su anfitriona.
—La pizza, ¿de qué la pido?
—De lo que a tí te guste.
Tras hacer el pedido, Beth se descalzó, recostándose en el sofá con un suspiro. Llevaba unos calcetines a rayas rosas y verdes.
—Aaah... estoy hecha polvo.
No me extraña, pensó el Puma. Estaba claro que aquella no iba a ser la noche en que se materializase su sueño adolescente de tirarse a una actriz porno, pero llevaba cachondo casi todo el día, y la simple visión de los pies de su protegida, las largas piernas bajo la tensa tela de los tejanos, los pezones marcándose en la ceñida camiseta...
—Perdona, Beth, ¿donde está el baño?
—Al final del pasillo. No tiene pérdida.
Bogard cerró la puerta y echó el pestillo. Echó un vistazo a la pequeña bañera, con su floreada cortina de plástico, a la multitud de cosméticos y artículos de higiene que se apiñaban en una repisa bajo el espejo, al cesto de la ropa sucia, de cuyo borde colgaba un precioso tanga negro de encaje. No estaba orgulloso de lo que iba a hacer, pero tenía que relajarse de alguna forma.
Cuando se bajó la cremallera, aspirando el delicioso aroma del tanga, escuchó el timbre. ¿La pizza? Demasiado pronto. Se subió de nuevo la cremallera y se acercó a la puerta. Escuchó el leve crujido del sofá cuando Elizabeth se levantó, el chasquido de la cerradura y la voz grave y ronca de un hombre.
—Hola, preciosa, ¿cómo va eso?
—¿Que coño haces aquí, Mick?
—Sabes que coño hago aquí. Me han dicho que has hecho otra película... con un negro, ¿verdad? Seguro que te lo has pasado en grande, zorra.
El Puma Volador escuchó como se cerraba la puerta del piso. Comenzó a descorrer el pestillo del baño, muy despacio.
—Que te follen, imbécil. Sal de mi casa ahora mismo o...
—¿O qué? —preguntó el hombre, subiendo el tono— Necesito pasta y tú todavía me debes...
—¡Yo no te debo nada, cabrón! ¿Cuantas veces tengo que decírtelo?
—No vuelvas a insultarme, puta.
Levantó el brazo para darle a Beth un golpe con el dorso de la mano. La chica se encogió y cerró los ojos, esperando un golpe que nunca llegó. Bogard había aparecido de pronto junto al agresor, sujetándole la muñeca con una de sus manazas.
—¿Pero qué...? ¿Quién coño eres tú? ¡Suéltame, gordo de mierda!
—Me parece que hoy no es tu día de suerte, chaval.
El tal Mick era un tipo musculoso, alto y con el pelo muy corto. Llevaba una camiseta ajustada y unas enormes gafas de espejo, que salieron volando cuando el puñetazo de Bogard lo lanzó contra la pared. Aturdido por el golpe, el macarra miró a su adversario con los ojos abiertos como platos, reparando en el pañuelo negro y púrpura que llevaba al cuello.
—¿Un puto Puma Volador? ¡Esto es territorio de los Toros, subnormal!
—Me trae sin cuidado —dijo el Puma, sin alterarse—. Elizabeth está bajo nuestra protección, y si vuelves a...
Un grito de rabia interrumpió las palabras del lugarteniente. La pelirroja se abalanzó sobre Mick con un bate de béisbol metálico, golpeando su cabeza tan fuerte que se derrumbó al instante como un saco de carne. Con el rostro enrojecido y cubierto de lágrimas, Beth siguió bateando, destrozando el cráneo del hombre. Atónito, Bogard miraba la sangre que salpicaba la pared y escuchaba el familiar sonido de los huesos al romperse.
—¡Hijo de puta! ¡No me vas a tocar más, cabrón! ¡Muérete! ¡Jódete, hijo de perra!
Cuando Bogard la sujetó, rodeándola desde atrás con sus gruesos brazos, el bate cayó al suelo. Temblando, la chica se dio la vuelta, sollozando contra el pecho de su protector.
—Lo... lo he matado. He... matado a ese... hijo de...
—Tranquila —dijo el Puma, acariciándole el pelo.