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Fotos de familia.

Cuando era adolescente me encantaba pasar los sábados con mis abuelos. Mis padres trabajaban, y mi enervante hermano pequeño se quedaba en casa de mis tíos con mis también insufribles primos, así que estábamos los tres solos. Comíamos juntos, y les escuchaba hablar sobre los últimos cotilleos del barrio o comentar alguna noticia del telediario que zumbaba en la televisión.
 
Yo por aquel entonces era poco hablador y apenas participaba en la conversación, anhelando que terminase la comida para irme a la habitación que había sido de mi tía y que yo había redecorado y utilizaba como refugio aquellas agradables tardes. Mientras el abuelo roncaba en el sofá, tras fumarse un buen puro, y la abuela se sumergía en el argumento de algún telefilme cutre basado en hechos reales yo pasaba las horas jugando a la videoconsola, leyendo cómics y haciéndome alguna que otra paja.
 
Como la habitación tenía pestillo no tenía que preocuparme por ser sorprendido con las manos en la masa, así que me recreaba, mucho más relajado que en cualquier otro lugar. A veces incluso me desnudaba por completo, tumbándome sobre la colcha que la abuela mantenía siempre suave y fragante. Por aquellos tiempos no era tan fácil conseguir pornografía cómo hoy en día, y a no ser que algún compañero de clase me prestase con extrema discreción una revista guarra o una cinta de vídeo con alguna peli de Nina Hartley o Tracy Lords, mi material masturbatorio se limitaba a catálogos de lencería, revistas de moda o las pantorrillas de alguna presentadora de la tele. Pero de vez en cuando los abuelos salían después de comer, a cumplir con algún compromiso social o simplemente a dar un paseo, dejándome solo en la casa, y entonces la cosa cambiaba.
 
Salía de mi refugio, a veces sin pantalones, y buscaba cualquier cosa que pudiese estimularme sexualmente, cosa que por aquel entonces era bastante fácil pues me ponía cachondo hasta con los maniquíes de los escaparates. Mi primera parada solía ser la habitación de mis abuelos, concretamente los cajones donde la madre de mi madre guardaba su lencería, la cual tocaba con mucho cuidado, fascinado por su tacto y por su olor a lavanda. En el último cajón había algunas prendas particularmente provocativas para una mujer de 68 años, aunque aparentase menos y todavía fuese una mujer enérgica y atractiva, entre las que destacaba un salto de cama transparente adornado con encajes y cintas rojas.
 
Otra de mis fuentes de alimento erótico eran los numerosos álbumes de fotos que mis abuelos tenían en la sala de estar. Mi abuelo siempre había sido muy aficionado a la fotografía, y nunca desaprovechaba la ocasión de echarse al rostro su cámara. En aquellas gruesas páginas protegidas por plástico transparente buceaba buscando alguna imagen que pudiese hacerme llegar al clímax o al menos dejarme en las cercanías. Me encantaban las fotos de bodas, bautizos y comuniones, todo un festín de piernas con elegantes medias, vertiginosos tacones, generosos escotes y sonrientes rostros maquillados. No me incomodaba que aquellas mujeres fuesen mis tías, primas, mi madre o mi abuela; en mis fantasías no existían los prejuicios, y simplemente disfrutaba contemplando sus cuerpos hermosos y sensuales dejando que mi imaginación añadiese lo que la tela no dejaba ver.
 
Cierto día, ojeando uno de los álbumes menos frecuentados por mis lujuriosas manos me topé con una foto que hasta entonces me había pasado inadvertida: en ella aparecía mi tía, la hermana mayor de mi madre, con unos veinte años, vestida con una minifalda tejana y sentada con las piernas cruzadas en el banco de un parque. El descubrimiento merecía sin duda una buena corrida, así que me encerré con el álbum en el cuarto de baño, lo coloqué cuidadosamente sobre el lavabo y comencé a tocarme mirando los rollizos muslos de mi tita. Cuando estaba a punto de correrme hice un movimiento brusco con la mano y el álbum cayó al suelo, rebotando con una de sus esquinas. El impacto hizo salir despedida una foto antigua que se encontraba oculta en el forro de la cubierta. Me agaché, rezando para que la cubierta no se hubiese dañado, y me acerqué al rostro la foto oculta.
 

 
El corazón casi se me sale del pecho cuando reconocí a aquella mujer. Había cambiado mucho, pero su encantadora y ancha sonrisa era inconfundible, así como su espectacular escote, que todavía atraía más de una mirada cuando andaba por la calle. Era mi abuela, la propietaria de la lencería que había estado manoseando minutos antes, la misma mujer cariñosa y atenta con la que había compartido mesa horas antes. Me olvidé por completo de los muslos de mi tía y me senté en el bidé sosteniendo el descolorido retrato ante mi rostro, la devoré con la mirada, sin dejarme ni el más ínfimo detalle. Me corrí en apenas tres minutos, con tanto ímpetu que pasé un buen rato eliminando del suelo del baño las pruebas del delito, más abundantes de lo habitual.
 
Dejé el álbum en su sitio y me guardé la foto sin dudarlo un segundo. Por aquel entonces yo usaba una de esas horribles billeteras que se cerraban con velcro, de colores chillones y un sinnúmero de compartimentos sin demasiada utilidad, pero era lo bastante grande como para que la foto encajase perfectamente en una de sus ranuras, quedando bien oculta y protegida como correspondía a un tesoro en toda regla.
 
Durante la siguiente semana la utilicé todos los días, incluso más de una vez. La imagen de la mujer radiante y pícara de la foto se mezclaba en mi cabeza con su versión presente, madura y cálida. Y cuando volví a verla, el sábado siguiente, no pude evitar sentirme algo culpable, evitando mirar sus hipnóticas redondeces ocultas bajo una bata de guatiné azul marino con diminutas flores blancas estampadas mientras me bebía un refresco y comía frutos secos sentado a la mesa de la cocina.
 
Ella se movía de un lado a otro, cocinando e intentando darme conversación. Pero si normalmente era parco en palabras aquel día apenas consiguió sacarme algunos monosílabos. Bastante ocupado estaba intentando no empalmarme cuando pasaba junto a la mesa y sus pantorrillas asomaban bajo la bata, regordetas y turgentes, ceñidas por unas medias de un blanco tan tenue que costaba distinguirlo de la fina piel. Casi me atraganto con un cacahuete cuando, tras un largo silencio durante el cual me miró varias veces de soslayo por encima de sus gafas nacaradas, dijo lo siguiente:
 
—¡Ah! Casi me olvido ¿tienes todavía mi foto, tesoro?
 
Solía llamarme "tesoro", cosa que a veces me incomodaba pero que en aquella ocasión me tranquilizó un poco, ya que nunca me llamaba tesoro si estaba enfadada conmigo. Me quedé petrificado, rojo como el punto en la bandera de Japón, mirándola de hito en hito mientras se me acercaba con una sonrisa dulce y me acariciaba el hombro con suavidad. Bajé la vista hacia mi bebida, sin intentar siquiera decir algo en mi defensa.
 
—No pasa nada, mi vida. Puedes quedártela el tiempo que quieras —dijo en voz muy baja, aunque estábamos solos porque mi abuelo iba a pasar todo el día en la fiesta de jubilación de un viejo amigo—. Pero ten cuidado de no estropearla ¿eh? —añadió, esta vez con su habitual tono de abuela.
 
Asentí y di un sorbo al refresco, más avergonzado de lo que jamás había estado, cosa que no me impidió observar el contoneo de sus hiperbólicas nalgas cuando se alejó por el pasillo en dirección al dormitorio, de donde regresó en pocos minutos con una expresión traviesa que se dulcificó cuando se acercó a mí de nuevo. Sacó algo del bolsillo de su bata y lo puso sobre la mesa. De nuevo, casi me atraganto.
 
—Un par de años después de que naciese tu madre tu abuelo se compró una cámara de las buenas, y se empeñó en hacerme algunas fotos... subiditas de tono, ¡ja, ja! —explicó mi abuela, con una naturalidad que me resultó adorable—. Éstas estaban mejor escondidas.
 
Lo que había colocado frente a mí eran cuatro fotografías, tan antiguas como la que guardaba en mi billetera. Solo miré, presa de una agitación que amenazaba con hacerme estallar el cerebro, la que se encontraba sobre las demás.
 

 
—¡Vamos, cógelas! También te las presto, pero tienes que prometerme no enseñárselas a nadie y cuidarlas bien ¿eh?
 
De nuevo asentí, saqué mi billetera y guardé las fotos con mucho tacto a pesar del temblor de mis manos. Ella me acarició la nuca, me dio un sonoro beso en la sien y continuó cocinando como si nada. Comimos viendo las noticias y como siempre, aunque esta vez tuve que aparentar normalidad, me encerré en mi habitación. Eché el pestillo y me saqué la billetera del pantalón, ansioso por contemplar por primera vez mis nuevos tesoros. Aparté la foto que encontré en el álbum y la que ya había visto en la cocina, abriendo los ojos como platos y empalmándome al instante cuando vi la siguiente.
 

 
Desde luego, siempre había tenido un buen culo. El hecho de que llevase tanga en aquella época, cuando los curas demonizaban cualquier cosa que no fuese el misionero a oscuras y con fines procreadores me hizo pensar en el tipo de mujer que debió ser de joven. Una madre y ama de casa ejemplar, desde luego, discreta y conservadora pero con una faceta juguetona que la animaba a comprarse lencería atrevida o dejarse hacer fotos "subiditas de tono" por su marido (y a conservarlas cuidadosamente escondidas durante más de cuarenta años). Puse esta foto sobre la cama, junto a las dos anteriores, y la siguiente imagen me dejó más estupefacto de lo que ya estaba.
 

 
Era simplemente una diosa, y mi abuelo uno de los hombres más afortunados del mundo por haber gozado durante décadas de aquel cuerpo que haría hervir la sangre a cualquier hombre heterosexual y en su sano juicio. En aquel momento no di demasiada importancia al hecho de que fuese rasurada, pero visto años después me ha dado bastante que pensar. No era algo que hiciesen las mujeres de su época, ni siquiera las pioneras del porno y la fotografía erótica, así que tal vez era una especie de fetichismo de mi abuelo o de ella misma. Sea como fuere coloqué esta también sobre la cama sin apartar los ojos del precioso coño. La siguiente rizó el rizo.
 

 
La visión de aquel cuerpo expuesto de esa forma me obligó a bajarme los pantalones y los calzoncillos de un tirón, arrodillarme en el suelo para ver de cerca las cinco fotos que constituían mi particular galería de arte erótico y comenzar a meneármela. Mis ojos saltaban de una estampa a otra, sin dejarse ninguna curva, pliegue u orificio. Lugares que mi alterada imaginación rellenaba una y otra vez con mi lengua, mis labios o mi rampante verga. Sabía que iba a ser la primera de muchas pajas, así que intenté dosificar la energía, disfrutar del acontecimiento tan extraordinario como raro que estaba teniendo lugar. Cuando me quité la camiseta para estar más cómodo y giré el cuerpo para dejarla sobre una silla vi algo que me llevó al borde del infarto.
 
La habitación tenía pestillo, pero quienes habíamos pasado suficiente tiempo en aquella casa sabíamos que no estaba bien colocado y existía un truco para abrirlo desde fuera. Un truco que por supuesto conocía mi abuela, quien me observaba de pie junto a la puerta, con una expresión entre melancólica y divertida que mi saturada mente no pudo interpretar. Me quedé paralizado, arrodillado junto a la cama con el pene agarrado y mirándola como si fuese una aparición. A pesar de todo mi erección no disminuyó en absoluto, la notaba palpitar en mi mano en medio del intenso silencio que congelaba el aire, hasta que mi abuela lo caldeó con su agradable voz mientras caminaba hacia mí.
 
—Tranquilo, tesoro. No tienes de qué avergonzarte.
 
Cuando llegó hasta mí me acarició el pelo, puso sus manos en mis hombros y se arrodilló detrás de mí, acercándose tanto que su calor su unió al mío, su fragancia, tan familiar y de repente tan nueva, inundó mi universo y me hizo sentir un intenso calor en el pecho que inundó con sus oleadas al resto de mi cuerpo. Se inclinó hacia adelante para ver las fotos, apretando contra mi espalda desnuda sus pechos, e incluso sentí algo metálico que debía ser alguna pieza de su enorme sujetador.
 
—¿Has visto qué guapa era tu abuela de joven?
 
Que hablase en pasado y en tercera persona me indignó un poco, haciéndome salir de mi estado de estupefacción lo suficiente para balbucir algunas palabras.
 
—To... todavía lo eres.
 
Sus brazos rodearon mi delgado torso y sus labios me besaron la nuca, desplazándose hasta un hombro y después al cuello, cerca de la oreja.
 
—Eres un amor.- dijo entre beso y beso, besos muy diferentes de los que solía darme habitualmente.
 
Teniendo en cuenta la situación, era difícil que yo hiciera algo que pudiese incomodar a mi abuela, pero aún así no me atreví a girar la cabeza mientras se despojaba de su bata y del sostén. Cuando me abrazó de nuevo noté la sedosa piel y los grandes pezones con tal intensidad que solté mi miembro temiendo que el temblor de mi mano me hiciera correrme. Mi mano no tardó en ser sustituida por otra más experimentada y con las uñas pintadas de burdeos.
 
—Relájate, cariño mío. La abuela te va a ayudar un poquito.
 
Comenzó a masturbarme lentamente, acariciándome con la otra mano todo el cuerpo y besándome las mejillas, cada vez más cerca de los labios pero sin llegar a rozarlos. Su aliento afrutado refrescaba mi piel febril, excitándome casi tanto como los diestros movimientos de su mano, que aceleró cuando enderecé la espalda, apretándome más contra ella, y eché los brazos hacia atrás para agarrar sus nalgas, tan tiernas y mullidas como había imaginado. En ese momento, cuando ya me deslizaba inexorablemente hacia el clímax, dejó de tocarme y llevó los labios junto a mi oído, tan cerca que noté la montura de sus gafas en mi sien.
 
—Siéntate en la cama.
 
Obedecí de inmediato. Retiré con cuidado las fotos de la colcha y me senté en el borde del lecho, inclinado hacia atrás me apoyé sobre los codos, ofreciendo sin pudor alguno mi cipote erecto a la misma mujer que había amamantado a mi madre. Ella permaneció arrodillada, haciendo algo que no podría haber imaginado ni en mis más calenturientas fantasías. Agarró los dos leviatanes pálidos que eran sus tetazas y las puso sobre mis muslos, empujándolas a continuación una contra otra para atrapar en medio mi desafiante verga.
 
No la tenía pequeña, pero tampoco grande, y desapareció por completo engullida por la doble avalancha de voluptuosidad. Solo había visto hacer una cubana una vez, en una película que me prestó un compañero de clase en la que una mujerona negra con pezones de chocolate se la hacía a un tipo con un espeso bigote y una herramienta que casi doblaba el tamaño de la mía. Mi abuela no tenía nada que envidiar a la actriz en cuanto a dotación mamaria, y cuando comenzó a moverlas me hice una idea de como debía ser el cielo. Las movía arriba y abajo, apretaba una contra otra y trazaba lentos círculos, dándome un sublime masaje que me hizo gemir y suspirar de gusto, mirándome por encima de las gafas con unos brillantes ojos grises.
 
De forma casi inconsciente comencé a mover las caderas, tímidamente al principio pero aumentando la intensidad y velocidad en cada golpe, follándome sin tapujos el escote que tantas veces había mirado con disimulo en las comidas familiares. Cuando el éxtasis del orgasmo me sacudió conseguí que la punta de mi glande asomase por el canalillo, y lo que hizo mi abuela fue otra sorpresa en un día plagado de ellas: inclinó la cabeza hacia adelante cuanto pudo, abriendo la boca y sacando la lengua, estirándola cuanto podía entre suaves jadeos. No llegó a lamer la punta, pero gran parte de la espectacular corrida que brotó de ella entró en la boca, una segunda descarga impactó en las gafas y el rostro, y una tercera, menos impetuosa, formó un riachuelo viscoso en el canalillo.
 
Tumbado boca arriba en la cama respiré profundamente, intentado reponerme física y mentalmente de lo que había ocurrido. Cuando volví a levantar la cabeza estaba solo, y hubiese pensado que todo había sido un hermoso sueño de no ser porque la bata azul marino y el sostén blanco estaban todavía en el suelo de la habitación. Me puse los pantalones, guardé cuidadosamente las fotos en la billetera, salí al pasillo y al pasar junto a la puerta del baño y ver la luz que se filtraba bajo la puerta me detuve. pegando la oreja a la puerta pude escuchar una serie de profundos gemidos y un sonido parecido a un débil chapoteo. Sin saber muy bien qué hacer fui a la cocina y cogí un refresco de la nevera, dando breves sorbos mientras intentaba asimilar todo lo ocurrido.
 
Quince minutos después mi abuela apareció, vestida como si nada hubiese pasado, con su bata castamente atada y la habitual expresión afable en el rostro. Empezaba a anochecer, momento en el que yo solía irme, y mientras una parte de mí deseaba quedarse a dormir la otra se levantó, cogió la mochila llena de cómics y videojuegos y se dirigió a la puerta.
 
—Me... me voy ya, abuela.
 
—Cuídate, tesoro.
 
Me dio un sonoro beso en la frente, como siempre, dándome a entender que nada había cambiado entre nosotros. Pero mientras caminaba de regreso a casa de mis padres, notaba el peso de la billetera en el bolsillo, y sabía que mientras tuviese aquellas fotos nada sería igual entre mi abuela y yo.
 
 
 

 
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