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Tras la cortina 2.

Aunque en esta ciudad los veranos parezcan interminables, finalmente terminan. Suelo alegrarme cuando el asfixiante calor comienza a dar tregua, pero aquel año, a medida que la temperatura bajaba grado a grado, yo solo podía pensar en que el mejor verano de mi vida llegaba a su fin; el verano durante el cual mi madre y yo nos habíamos abandonado a un juego extraño y perverso, dulce e inmoral, donde gracias a una cortina ella podía fingir que yo no era quien era, aunque en el fondo saberlo era lo que la excitaba de una forma tan oscura e intensa como a mí.
 
Lo hicimos casi todos los días durante dos meses, mi semen la llenó en muchas ocasiones, resbaló por sus muslos hasta las rodillas o goteó sobre las nalgas las veces en que me corría fuera, con mucho cuidado para no salpicar las cortinas, nuestras cómplices silenciosas. Y aunque en ninguna de aquellas ocasiones nos vimos la cara, nos besamos o hablamos, sentíamos una conexión que iba más allá del simple placer físico, como si nos uniese un nuevo cordón umbilical, invisible e incandescente.
 
Mi padre no notó nada extraño durante aquellos dos meses, y ni el observador más sagaz lo hubiese hecho. Nos comportábamos con total naturalidad, sobre todo ella. A veces, durante la comida, no podíamos evitar alguna mirada de complicidad, breve pero intensa, sobre todo si sus orgasmos habían sido especialmente largos o numerosos aquel día, tan discreta que mi padre no se percataba. Su relación tampoco había sufrido ningún cambio: seguían hablando como de costumbre, y como de costumbre consumaban el matrimonio una vez a la semana, en la noche del sábado o del domingo.
 
Pero al terminar el verano se rompió el encantamiento, tan bruscamente como el de La Bella Durmiente al ser besada por el Príncipe (¿o era Blancanieves? Los cuentos no son lo mío). Mi padre siempre trabajaba todo el verano, época de mayores ganancias en su sector, y tomaba las vacaciones durante el mes de octubre. Supuse que aquellos treinta días, quince de los cuales pasarían solos en las Islas Canarias, serían nada más que un paréntesis en el juego incestuoso, pero me equivocaba.
Una mañana, varios días después de comenzar sus vacaciones, mi padre salió para acompañar a mi tío (su hermano) a mirar coches de segunda mano, ya que entendía bastante de mecánica y podría evitar que algún vendedor astuto lo estafase. Sabía que no volvería hasta la hora de comer, más tarde incluso si se paraban a tomar cervezas, y que tal vez pasasen varios días hasta que mamá y yo estuviésemos de nuevo solos en casa, así que poco después de que mi padre saliese por la puerta me levanté del sofá.
 
Ella estaba en la cocina, amasando algo en la encimera. Me paré en la puerta, observándola en silencio. Su coleta negra se balanceaba sobre la nuca con cada movimiento enérgico de los brazos; como ya no hacía calor en lugar de aquellas camisetas largas que dejaban a la vista sus piernas llevaba unos holgados pantalones de algodón color vainilla, cuyos bajos rozaban el suelo pero que no podían disimular la redondez de sus caderas ni su culo, cuya abundancia tensaba la tela como la piel de un tambor. Los pechos, no muy grandes pero firmes, estaban atrapados bajo una camisa de un verde descolorido, remangada hasta los codos, permitiendo que la harina crease un hermoso claroscuro sobre la piel morena.
 
Eran apenas las diez de la mañana. Quedaba todavía bastante para que iniciase su tertulia diaria a través de la ventana, momento en el cual, oculto tras la cortina, podría bajar los pantalones de vainilla y darle canela en rama hasta rellenar de nata su pastel. Pero, aunque me encantaba el juego de la cortina, decidí que quería algo más. Quería tenerla solo para mí, sin que la mitad superior de su cuerpo tuviese que disimular mientras doña Emilia o Chari la del tercero le contaban los cotilleos del día; quería acariciar todo su cuerpo y que ella pudiese acariciar el mío; quería besarla, oler su pelo, lamer sus pezones, y ver su en su cara el éxtasis que le provocaba al poseerla.
 
Me acerqué con sigilo, haciendo que diese un respingo y soltase un grito ahogado cuando le puse las manos en la cintura. Giró un poco la cabeza para mirarme. Ella no mide más de metro sesenta, y yo bastante más de metro ochenta, así que tuvo que levantar el rostro para que sus brillantes ojos marrones me reflejasen. Antes de que aquella mirada pudiese hacerme vacilar llenando mi mente con recuerdos de ternura y amor puramente maternal bajé los labios hasta su cuello, besándolo suavemente mientras apartaba con una mano la coleta y la otra se perdía bajo sus pantalones, agachándome un poco para que mi miembro se apretase contra las carnosas nalgas. Lo que sucedió a continuación no fue lo que esperaba.
 
Se revolvió y me apartó de ella, empujándome con tal ímpetu que me hizo trastabillar. La miré asombrado, y ella miró mi camiseta negra, donde sus manos embadurnadas en harina habían dejado dos huellas blancas.
 
—Perdona, cielo, te he manchado —dijo mientras iba al fregadero, donde se lavó las manos y humedeció un trapo para limpiarme.
 
Yo no entendía lo que pasaba. La erección bajo mis pantalones era evidente, y cuando comenzó a limpiarme la camiseta con el trapo húmedo no pudo evitar mirarla durante unos segundos. Le quité el trapo de las manos y la arrinconé contra el fregadero, buscando de nuevo su cuerpo con el mío, y de nuevo me apartó de ella. Me agarró el rostro con las manos, calientes y aun húmedas por el agua, para que la mirase a los ojos, y vi en su rostro una extraña mezcla de dulzura, tristeza y enfado que nunca antes había visto.
 
—Niño mío… —dijo con un hilo de voz, acariciándome la cara—. Eso se acabó.
 
—¿Por qué se tiene que acabar? —pregunté, clavando en sus ojos húmedos los míos, llenos de confusión y lujuria.
 
—Porque nunca debió empezar, y lo sabes.
 
Claro que lo sabía. Desde la primera vez en que me masturbé observándola desde el sofá sabía que estaba quebrantando una de esas normas que nadie nos enseña, porque se las supone grabadas en mármol en lo más profundo de nuestra consciencia. Podía ver en su rostro el arrepentimiento, cómo se maldecía a sí misma por su debilidad, y la melancolía de una despedida. Era absurdo. No podía pretender que todo volviese a ser como antes, que fuese su "niño" y nada más. Ignorando su mirada y sus palabras, le agarré con fuerza las nalgas y la atraje hacía mí, pensando que al sentir mi verga dura contra su vientre el deseo expulsaría de su cabeza aquellas ideas estúpidas. Esta vez no se limitó a apartarme de ella, también me dio la bofetada más fuerte que me habían dado en toda mi vida. Dio un paso atrás, como temiendo mi reacción, me miró durante unos segundos eternos y salió de la cocina, dejándome solo, estupefacto, con la mejilla ardiendo y una erección que se resistía a desaparecer.
 
Durante los días siguientes traté de evitarla todo lo posible. Pasaba mucho tiempo con Fredy, mi mejor amigo, quien vivía a un par de calles de distancia. Fredy y yo nos conocíamos desde niños y siempre nos lo contábamos todo, pero en aquella ocasión no podía contarle nada, y el pobre tuvo que aguantar mi humor taciturno sin saber cual era la causa. Cuando su madre pasaba cerca sentía incluso algo de envidia, ya que era lo opuesto a la mía: una mujer seca en todos los sentidos, alta y enjuta, angulosa, sin una pizca de calidez y, mucho menos, de sensualidad. Con una madre como aquella no habría tenido ningún problema.
 
A mediados de mes mis padres se fueron de viaje. A mi padre le iba bien en el trabajo, y ese año había tirado la casa por la ventana llevándose a mi madre quince días a las Canarias, a uno de esos hoteles con todo incluido donde él podría comer y beber hasta hartarse y ella tomar el sol y bañarse en la playa, dos cosas que le encantaban. Normalmente me hubiese entusiasmado tener la casa para mí solo durante dos semanas, pero aquel año en lugar de organizar fiestas y ruidosos torneos de videojuegos con mis amigos, me limitaba a estar tumbado en el sofá, preguntándome si mamá pensaría en mí mientras mi padre se la follaba en aquella suite con vistas al mar. Yo sí pensaba en ella. A veces entraba en su habitación, acariciaba alguno de sus vestidos o me masturbaba oliendo su ropa interior (que no olía a nada, porque estaba limpia), o simplemente fantaseaba, imaginándomela asomada a la ventana, esperando a que yo llegase sigilosamente por detrás y le abriese las compuertas del placer.
 
Cuando volvieron del viaje mamá estaba más bella que nunca. Además de broncearla, el sol de las Islas le había dado a su piel un brillo especial, y su melena negra, algo rizada por la brisa marina, resplandecía. También había ganado un par de quilos, algo que, lejos de hacerla menos atractiva, añadía más sensualidad y contundencia a sus formas. Mi padre también había engordado, pero sus breves exposiciones al sol (prefería sestear bajo la sombrilla) solamente lo habían enrojecido. En cuanto entraron por la puerta, con las maletas aun en la mano, no pude esperar y les dí la buena noticia: había encontrado trabajo. Un par de días antes Fredy me había dicho que en la gasolinera donde él trabajaba desde hacía unos meses necesitaban un nuevo dependiente, así que solicité el puesto, Fredy le habló de mí a su jefe y conseguí el trabajo.
 
Mi padre se alegró bastante. La idea de mantener a un hijo que no estudia ni trabaja no le gustaba lo más mínimo, y ver que aceptaba por fin tener responsabilidades era motivo de celebración. Mamá me besó en las mejillas, más por el reencuentro que por lo del trabajo, y aproveché los escasos segundos de contacto para recrearme en su aroma, la suavidad de su piel, incluso llevé una de mis manos hasta su cadera y la acaricié brevemente. Mientras mi padre llevaba las maletas al dormitorio me dejó claro con una mirada que nada había cambiado, que seguía siendo su "niño" y nada más.
 
Varios días después, cuando llegué a casa después de una aburrida jornada de trabajo en la gasolinera, encontré sobre el mueble del recibidor un abultado sobre amarillo, característico de las tiendas de revelado de fotos. Como ya estaba abierto, saqué su contenido y le eché un vistazo. Eran las fotos que mis padres habían hecho durante su viaje; las típicas fotos de un matrimonio de vacaciones, pero para mí eran mucho más, porque en algunas de ellas aparecía mi madre en bikini. Ignorando los paisajes o aquellas en las que aparecía mi padre devoré con los ojos cada centímetro de su cuerpo brillante por la crema bronceadora o perlado de agua marina. Miré a mi alrededor y me guardé una en el bolsillo, una donde aparecía con un bikini amarillo tumbada bocabajo, con los codos apoyados en la toalla y sonriendo a la cámara. Estaba hecha desde un ángulo que permitía ver en todo su esplendor las macizas piernas, sus nalgas redondeadas a las que la tela amarilla y húmeda cubrían como una segunda piel.
 
 
 
Sin comprobar si había alguien más en casa, me encerré en el baño y eché el pestillo. Me arrodillé, me bajé los pantalones y coloqué la foto sobre la cisterna, para poder verla bien. Me masturbé imaginando mis manos embadurnadas en bronceador masajeando aquella sublime espalda, bajando por las caderas hasta los muslos, de las pantorrillas a los tobillos, para volver a subir hasta la cintura y bajarle lentamente el bikini amarillo. Me imaginé sobre ella, poseyéndola en la toalla, sintiendo el sol abrasador en mi espalda mientras mi verga lubricada con aceite bronceador entraba y salía hasta explotar dentro de su cuerpo. Cuando estaba a punto de correrme cerré los ojos y casi pude sentir el olor del mar mezclado con el de su piel y el bronceador, hasta que mi semen chapoteó en el agua del inodoro, devolviéndome a la realidad. Me lavé bien las manos antes de volver a tocar la foto, salí y la guardé de nuevo junto con las demás. No había nadie en casa.
 
Los días pasaron. El otoño comenzó a cubrir las aceras con su crujiente alfombra y la situación con mamá se normalizó hasta cierto punto. Cuando mi padre estaba delante hablábamos animadamente de cualquier cosa: de mi trabajo en la gasolinera, de los famosos de la tele (me avergüenza un poco reconocerlo, pero me gustaba ver Tómbola* tanto como a ella) o de lo gorda que se había puesto la hija de Chari la del tercero. Pero cuando estábamos solos en casa ella procuraba estar ocupada con algo y apenas cruzábamos palabra, como si necesitásemos una presencia neutral para sentirnos cómodos, una especie de escudo que nos protegiese de un tipo de intimidad que yo ansiaba volver a experimentar y que ella quería evitar. Yo la deseaba, pero ¿y ella? ¿qué pasaba por su cabeza? Una mañana pasó algo que esclareció un poco mis dudas.
 
Era mi día libre. Me desperté sobre las once de la mañana y como de costumbre me quedé un rato remoloneando en la cama, dejando que los rayos de sol que entraban por la ventana me calentasen un poco antes de poner los pies en el suelo, entre el sueño y la vigilia, me destapé hasta las rodillas. Tenía una de esas erecciones matutinas tan potentes que dan ganas de voltearse y echarle un polvo al colchón. No creo en los pijamas, así que solo llevaba unos boxers, y en el suave algodón negro se marcaba mi tranca recién despierta como el negativo de una fotografía. Noté en el pasillo los pasos inconfundibles de mamá (ya no iba descalza, como en verano), y cuando escuché abrirse la puerta de mi habitación me hice el dormido, respirando profundamente. Como hacía casi cada mañana fue hasta mi armario, donde dejó algunas prendas recién planchadas. Al pasar de nuevo junto a mi cama se detuvo; no podía verla pero escuchaba su leve respiración, noté en los párpados el cambio de luz provocado por su silueta bloqueando el sol, y sobre todo la olí… ese olor inconfundible a ropa limpia, lavanda y algo que nunca supe identificar, pero que era dulce y reconfortante. Me atreví a abrir una estrecha rendija en uno de mis párpados, y pude ver su mirada clavada en mi entrepierna, con una expresión entre la melancolía y el deleite. Saber que me la estaba mirando me excitó aun más; a mi ya erecto miembro llegó un nuevo torrente de sangre que lo hizo palpitar y apretarse más contra la tela. El movimiento inesperado la hizo salir de su trance, soltó un pequeño suspiro, me tapó con la manta hasta el pecho y salió de la habitación con su habitual sigilo. En cuanto se cerró la puerta me destapé de nuevo, saqué la polla por la abertura de los boxers y me masturbé furiosamente, sin importarme que pudiese volver a entrar. Me dije que si entraba la arrastraría a la cama, la tomaría quisiese o no, la llenaría de nuevo con mi semen. Pero no entró, la corrida salió disparada sobre mi vientre, llegándome casi hasta la cara, y me quedé mirando como el fluido blancuzco brillaba con los rayos de sol que entraban por la ventana.
 
Sabía que era cuestión de tiempo. Al fin y al cabo era la misma mujer que unos meses antes había aceptado, incluso propiciado, que su hijo le bajase las bragas cada mañana para saciar un deseo que había sido, y seguía siendo, mutuo. Que ahora se negase a dejarse llevar por ese deseo no era más que una etapa en nuestro particular viaje, un arrebato de culpabilidad que la había llevado a levantar un escudo de hielo que tarde o temprano se derretiría. Durante los días siguientes, siempre que entraba en mi habitación por las mañanas para dejar ropa limpia me encontraba destapado, fingiendo dormir, con los boxers formando una carpa circense cuyo pilar maestro era mi verga anhelante. Su reacción era siempre la misma: se paraba un momento junto a la cama, me miraba, a veces suspiraba o murmuraba algo ininteligible, me arropaba hasta el cuello y salía de la habitación. Un día decidí comprobar si podía tentarla más mostrándole el caramelo sin su envoltorio y dejé que mi polla saliese por la abertura del boxer, para que pudiese ver en todo su esplendor aquello que se esforzaba en rechazar. Cuando entró en la habitación y me vio aceleró el paso, dejó la ropa sobre mi escritorio y salió dando un portazo. Sabía que estaba despierto, y en ese momento se dio cuenta de que no me destapaba accidentalmente sino que me exhibía ante ella cada mañana para provocarla. A partir de ese día dejó de entrar en mi habitación por las mañanas. Derretir el escudo iba a ser más difícil de lo que pensaba.
 
Poco antes de Navidad sucedió algo que cambió la situación por completo. A Fredy lo habían nombrado encargado de la gasolinera hacía poco, con la consiguiente subida de sueldo, y aunque mi trabajo de dependiente era aburrido, con mi mejor amigo como jefe no tenía que preocuparme de que me despidiesen a no ser que hiciese estallar todo aquello. Como se suele decir éramos los amos del cotarro, y lo único que empañaba nuestra felicidad eran los problemas que teníamos en casa, muy diferentes pero con un origen común: nuestras madres. La madre de Fredy era una auténtica arpía; una bruja resentida y neurótica que a la mínima ocasión le gritaba que era tan inútil como el borracho de su difunto padre o cosas peores. Obviamente mi amigo estaba harto, y decidió que ya era hora de dejar el nido de la arpía. Cuando me propuso alquilar un piso a medias me lo pensé bastante, ya que mis problemas con mamá eran de índole muy diferente a los suyos, pues no se basaban en la repulsión sino en la atracción. Por una vez fui capaz de pensar con sentido común y decidí que no era mala idea poner distancia de por medio; tal vez si no la veía todos los días el deseo que amenazaba con transformarse en una obsesión (si es que ya no lo era) terminaría por desvanecerse con el tiempo.
 
La reacción de mamá cuando le comuniqué mi marcha no fue la que esperaba. Pensé que intentaría disuadirme, que no querría que su "niño" se fuese tan pronto de su lado, o que al menos sus ojos se humedecerían un poco. Pero recibió la noticia casi con indiferencia, hizo alguna broma sin mucho entusiasmo y enseguida pasó a los aspectos prácticos del asunto.
 
—¿Quieres que te traiga cajas de cartón del supermercado?
 
—No hace falta. Tenemos muchas en la gasolinera.
 
—¿Y como vais a hacer la mudanza? Si no cabe todo en el coche de la madre de Alfredo tu padre os puede ayudar.
 
—Un primo de Fredy tiene una furgoneta. Ahí cabe todo.
 
—¿Y está muy lejos el piso?
 
—A diez minutos de aquí; cerca del centro.
 
—A tu padre no le va a gustar que te vayas.
 
—A ti en cambio no parece que te disguste demasiado.
 
Cuando dije aquello noté sus esfuerzos por mantener la compostura. Me miró como si la hubiese abofeteado (le debía una, de todas formas), y por fin sus ojos se humedecieron. A pesar de mi enfado por su actitud desde que terminase el verano al ver dos lágrimas resbalando por sus mejillas me maldije a mí mismo por haber herido a la persona a quien más quería, de dos formas diferentes pero igual de intensas. Nos abrazamos como nunca lo habíamos hecho, con su cabeza pegada a mi pecho, mis brazos rodeándola con fuerza, tan cerca que podíamos notar los latidos del otro. Obviamente, en cuanto su piel rozó la mía y su aroma me inundó el cerebro mi entrepierna reaccionó. Sabía que notaba mi erección en su vientre, era imposible que no la notase estando tan apretada contra mí, pero no hizo gesto alguno para liberarse de mi abrazo. La puse a prueba acariciando la parte baja de su espalda con una mano mientras con el otro brazo le rodeaba la cintura al tiempo que movía mis caderas hacia adelante, para que sintiese mi polla palpitar contra ella, haciéndose cada vez más grande. Soltó un profundo suspiro, pero no se movió; por fin se había rendido. Le acaricié el pelo y me incliné para besarla, para darle el que sería nuestro primer beso como amantes. Cerró los ojos, noté su respiración acelerada a través de los labios ligeramente separados, y cuando mi rostro estaba a menos de un palmo del suyo el sonido de una puerta al abrirse nos hizo separarnos como dos polos de igual carga. Era mi padre, que llegaba de trabajar. Por suerte fue directo al cuarto de baño y mamá y yo pudimos recomponernos, actuando con normalidad cuando entró en el salón.
 
—Así que te largas ¿eh? ¿Tan mal te tratamos aquí? —bromeó mi padre cuando le di la noticia.
 
—Ya te dijo —dije yo, siguiendo con la broma.
 
—¿Y te vas a vivir con el Alfredito? ¿No seréis maricas, eh?
 
—¡Anda ya! —exclamó mamá, sumándose a nuestras bromas para liberarse de la tensión propia de una mujer casada a la que casi sorprenden cometiendo adulterio y de una madre a la que casi sorprenden cometiendo incesto.
 
—Pues tened cuidado con las tías que os lleváis a casa, que hay mucha lagarta por ahí suelta.
 
—Gracias por el consejo.
 
Nos reímos un rato y luego empecé a preparar mis cosas para la mudanza. Al parecer a mi padre no le había disgustado que me fuese tanto como mamá suponía, lo cual me alegró, pues no me apetecía lo más mínimo tener que discutir con él. Entre el trabajo y la mudanza estuve muy ocupado durante los días siguientes, y mamá y yo no pudimos terminar lo que habíamos empezado, o lo que habíamos estado a punto de empezar, mejor dicho. Pero el escudo de hielo ya se había derretido, y solo era cuestión de buscar el momento propicio.
 
La primera noche en nuestro nuevo piso Fredy y yo dimos una fiesta de inauguración a la que vinieron algunos de nuestros amigos del barrio y los compañeros de la gasolinera. Yo no estaba de muy buen humor, pero disimulaba para no fastidiarle el día a mi amigo, quien rebosaba entusiasmo, y no era para menos teniendo en cuenta que acababa de librarse de su odiosa madre. Para ponerme a su nivel bebí cerveza como para llenar un jacuzzi y me fumé un par de porros. Acabé en mi habitación con una niñata de veinte años (sí, yo tenía diecinueve, pero me parecía una niñata) con un piercing en el ombligo y varios tatuajes horteras por el cuerpo.
 
Objetivamente estaba muy buena, y sabía que al día siguiente Fredy me felicitaría por habérmela llevado al huerto, pero a mis ojos no me parecía más que una zorra borracha. Mientras se desnudaba perdió el equilibrio y cayó al suelo de costado, echándose a reír como una estúpida. Gracias a la marihuana yo también me reí, me tumbé en la cama y ella, totalmente desnuda, se puso sobre mí a horcajadas y me besó. Su lengua empapada en alcohol y tabaco me repugnaba, sobre todo al recordar que pocos días antes había estado a punto de besar la boca más limpia y dulce del mundo. Afortunadamente estaba demasiado cachonda para perder mucho tiempo con besos; me bajó los pantalones de un tirón y empezó a chupármela con avidez, resoplando y gimiendo. Le costó varios minutos pero logró ponérmela dura. Se estaba tocando mientras mamaba, y estaba tan mojada que podía escuchar el chapoteo de sus dedos al entrar y salir del coño. Al mirarla, devorando mi cipote hasta la mitad una y otra vez, caí en la cuenta de que nunca se la había metido a una tía hasta la garganta, y como con aquella no tenía nada que perder le agarré la cabeza y empujé hasta que sus labios desaparecieron entre mi vello púbico. Dio una pequeña arcada y se le saltaron las lágrimas, pero para mi sorpresa no se enfadó; me miró sonriente mientras el maquillaje de sus ojos corría por las mejillas en riachuelos negros, dándome a entender que podía aguantar mucho más que eso. Acepté el desafío y se la metí de nuevo, sujetándole la cabeza hasta que se puso roja, respirando ruidosamente por la nariz y empapándome los huevos con su saliva. Se lo hice varias veces, observando divertido como boqueaba para recuperar el aliento cada vez que se la sacaba, como si estuviese buceando y saliese a coger aire. Me cansé de aquel juego y simplemente me follé su boca, saliendo y entrando hasta la campanilla tan deprisa que no le daba tiempo a recuperarse y comenzó a toser y dar arcadas. Quiso parar y le sujeté la cabeza con más fuerza, noté como me clavaba las uñas en los brazos para liberarse, se la metí tan profunda que su nariz tocó mi piel y me corrí en su garganta. La solté justo a tiempo, porque al intentar coger aire se atragantó con el semen y terminó vomitando en el suelo de mi nueva habitación. Cuando fue capaz de hablar me soltó una ristra de insultos tan larga y variada que estuve a punto de felicitarla por su vasto vocabulario, pero cogió su ropa y salió dando un portazo. Mi habitación al menos podía darse por inaugurada.
 
 
 
Los siguientes días fueron más tranquilos. Me compré un televisor de segunda mano para mi habitación y pasaba gran parte de mi tiempo libre tumbado en la cama, jugando a la videoconsola o viendo películas porno que cogía de la gasolinera y devolvía varios días después. Por aquellas fechas me compré mi primer móvil. Fredy y yo estuvimos de acuerdo en no instalar un teléfono fijo, así que cada uno se compró un Motorola, de esos que hoy en día llamaríamos "ladrillos". Una de las primeras llamadas que hice fue a casa de mis padres, por la mañana, para asegurarme de que era mamá quien respondía. Apenas llevaba una semana sin verla y echaba de menos su voz más de lo que nunca hubiese imaginado.
 
—¿Y coméis bien? —fue una de las primeras cosas que me preguntó.
 
—Sí, mamá. Sobre todo cuando le toca cocinar a Fredy. Se le da muy bien.
 
—No me extraña. Su madre no sabe ni freír un huevo, y habrá tenido que aprender el pobre...
 
Una de las cosas que teníamos en común era la antipatía hacia la madre de mi amigo, así que le dí la razón y nos reímos.
 
—¿Cuando vas a venir a ver el piso? —pregunté, como quien no quiere la cosa.
 
—Pasado mañana es nochebuena y tu padre tiene el día libre. Podemos ir por la mañana... o por la tarde, antes de ir a cenar a casa de los abuelos.
 
Como cada año íbamos a pasar la nochebuena en casa de mis abuelos, con mis tíos, tías, y una vociferante legión de primos. Era uno de los motivos por los que odiaba las navidades.
 
—¿Por qué no vienes mañana? —le pregunté.
 
Se hizo el silencio durante algunos segundos. Resultaba obvio que quería que fuese ella sola, y teniendo en cuenta el motivo era normal que dudase.
 
—¿No trabajas mañana? —dijo al fin.
 
—Tengo turno de tarde.
 
—Bueno, vale. Pero tendré que ir temprano... tengo muchas cosas que hacer y...
 
—¿A las diez?
 
—Vale, a las diez.
 
Aquella noche apenas pude dormir. Me levanté antes del amanecer y me pasé horas limpiando. Por lo que parece el cerebro absorbe información sin que nos demos cuenta, y el pasarme tantas mañanas observando a mi madre me había convertido en un experto en tareas domésticas. Por supuesto me faltaba práctica y era mucho más lento y torpe que ella, pero dejé el piso tan reluciente que cuando Fredy se levantó para ir a trabajar no salía de su asombro.
 
—¿Pero qué siroco te ha dado, tío? ¿No quedamos en limpiar entre los dos una vez a la semana? —me preguntó.
 
—¡Bah, qué más da! No podía dormir y me entretuve limpiando —dije yo, sin darle importancia.
 
Fredy me miró con cierto recelo. Yo era la clase de tío que cuando no puede dormir enciende la tele o se hace una paja, pero no de los que se ponen a hacer limpieza.
 
—¿Es que esperas a alguien? —preguntó en tono socarrón—. No será a Julia, supongo. No se que le hiciste pero no te quiere ni ver.
 
—¿Quien coño es Julia?
 
—La que te tiraste en la fiesta de inauguración.
 
Estuve a punto de contarle lo de la mamada y el vómito; era el tipo de historia de la que nos hubiésemos reído durante días, pero en aquel momento solo quería que se largase.
 
—No espero a nadie. Deja de decir chorradas y espabila que llegas tarde.
 
Efectivamente se le hacía tarde. Miró el reloj, apuró el café de un trago y salió a toda prisa. Al fin solo, comprobé que todo estuviese limpio y ordenado, me duché y me puse ropa limpia, fui a la panadería a por croissants (a mamá le encantan) e hice café de nuevo. A las nueve y media bajé al portal. Ella no conocía el edificio, así que decidí esperarla en la entrada para que no tuviese que buscar mi piso. Una de las muchas virtudes de mi madre es la puntualidad, y todavía no eran las diez menos cuarto cuando la vi aparecer por el extremo de la calle.
 
En cuanto la observé de cerca se me aceleró el pulso. Llevaba su melena negra recogida en un moño sujeto con uno de esos pasadores de madera tallada que parecen un largo colmillo, algo étnico pero no llamativo, como a ella le gusta. Cuando entró en el portal y se abrió el abrigo pude ver que llevaba una sencilla camisa color caramelo y una falda un poco más oscura hasta las rodillas, pero lo que más me sorprendió fueron sus piernas, enfundadas en unas finas medias de color violeta y rematadas por unos botines marrones con algo de tacón que realzaban sus hermosas pantorrillas. Digo que me sorprendí porque el violeta es mi color favorito ( a Fredy le hace mucha gracia, no sé por qué. Es un color como cualquier otro) y sin embargo a mamá no le gusta demasiado y nunca la había visto vestir una prenda de ese color. La saludé con un casto beso en la mejilla, y me quedé plantado mirándola como un pasmarote.
 
—Estás muy guapa —dije.
 
—Bah... como siempre —dijo ella, restándole importancia a mi cumplido. Aunque hubiese jurado que se sonrojó un poco.
 
—Es en el segundo piso.
 
Le indiqué la escalera con un gesto de la mano y subí detrás de ella, recreándome en la visión de sus piernas, intentando dilucidar si llevaba pantys o medias, pero la falda y el largo abrigo me impedían ver más allá del comienzo del muslo. Entramos en el piso y se lo enseñé, habitación por habitación.
 
—¡Vaya, qué limpio está todo! y qué bien huele. Estás hecho todo un amo de casa.
 
—Bueno... la verdad es que Fredy limpia más que yo.
 
—A ver si al final va a tener razón tu padre y es algo mariposón, ¡ja, ja, ja!
 
—¡Ja, ja! No lo creo. Anda como loco detrás de una universitaria que vive en el cuarto.
 
Cuando hubo visto toda la vivienda fuimos al salón y se sentó en el sofá, muy recta en el borde del cojín, con las rodillas juntas y los pies algo separados; una postura muy suya que en aquel momento me pareció encantadora.
 
—Creo que hay café, ¿quieres?
 
—Vale, pero clarito, que ya me he tomado uno en casa.
 
Cinco minutos después deposité en la mesita baja que teníamos frente al sofá una bandeja con dos cafés y un plato repleto de fragantes croissants. Me senté junto a ella y observé su reacción, absorto en cada detalle de su atractivo rostro. Como de costumbre no iba maquillada; no lo necesitaba. La única huella visible de la edad en su sedoso cutis eran las pequeñas arrugas que aparecían en la comisura de los labios y alrededor de los ojos cuando reía, y a mí me encantaba que apareciesen.
 
—Mmmm... qué buena pinta tienen.
 
Cogió uno de los croissants y le dio un mordisco. Yo bebí de mi taza varias veces, mirando como masticaba, volvía a morder y daba pequeños sorbos a su café. Cuando solo le quedaba en la mano un trozo pequeño del dorado bollo solté mi taza y puse la mano en su rodilla, moviéndola suavemente en círculos.
 
—¿Es mi regalo de navidad? —pregunté, bajando mi mano para acariciar también la pantorrilla.
 
—Te había comprado una videoconsola nueva, pero si prefieres las medias...
 
Nos miramos a los ojos y apareció en sus labios aquella sonrisa pícara que no había vuelto a ver desde que, a principios del verano, me enseñase las nalgas desnudas, invitándome a perderme entre ellas oculto tras la cortina, mientras ella parloteaba con las vecinas como si tal cosa.
 
Soltó lo que quedaba del croissant en el plato y le agarré la muñeca para llevarme su mano a la boca y lamer de sus dedos los restos dulces y pegajosos del glaseado. Mi otra mano subió bajo la falda hasta notar el relieve del encaje y poco después la cálida piel del muslo. Definitivamente no eran pantys. Hice lo mismo en la otra pierna, provocando que la falda se le subiese hasta dejar a la vista los intrincados encajes.
 
—Qué bonitas...
 
—Sabía que te gustarían. Ten cuidado de no romperlas, que son de las caras.
 
Sin dejar de acariciar las piernas vestidas de violeta me incliné sobre ella, puso una de sus manos en mi nuca y otra en mi mejilla y, por fin, nos besamos. Fue un millón de veces más intenso que mi primer beso, cuando a los trece años una guarrilla de quince me metió la lengua hasta la campanilla. Cuando la lengua de mamá y la mía se tocaron sentí como si toda mi piel vibrase bajo el efecto de oleadas de energía geotérmica que brotaban en mi pecho y se extendían hasta el último rincón de mi cuerpo. Nos besamos durante un buen rato, mesmerizados por el mutuo contacto y las sensaciones nuevas que nos invadían. Bebí su saliva con sabor a desayuno recién hecho y ella la mía, lamí su cuello y ella hundió los dedos en mi pelo, dando suaves tirones cuando notaba que mi ansiosa boca podía dejarle marcas delatoras. Se había dejado caer hacia atrás y estaba tumbada en el sofá, con las piernas rodeándome la cintura, su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración agitada cuando le desabroché los botones de la camisa color caramelo y dejé al descubierto un sujetador violeta lo bastante fino como para que se marcasen los endurecidos pezones.
 
—Vas conjuntada.- bromeé mientras la besaba en el escote.
 
—Sí. Hasta las bragas.
 
Le subí la falda hasta la cintura para verificar lo que decía y nos reímos cuando las braguitas color violeta con encajes y transparencias quedaron a la vista. Me disponía a quitarle el sostén y saborear lo que ocultaba cuando me detuvo poniéndome las manos en los hombros y me miró con seriedad.
 
—¿No vendrá Fredy, verdad?
 
Me paré a pensar unos segundos, todo lo claramente que podía pensar con la mayoría de la sangre hirviendo dentro de mi verga, totalmente erecta bajo los pantalones y apretándose contra uno de los muslos de mamá. Quedaban unas cinco horas para que mi compañero de piso llegase, pero entendí su inquietud. Si por cualquier causa volvía a casa en ese momento y nos sorprendía retozando en el sofá no sería fácil explicar la situación.
 
—Vamos a mi habitación.
 
Cogí su abrigo y su bolso y entramos en mi alcoba, tan limpia y ordenada como el resto del piso. Eché el pestillo para asegurarme de que no éramos interrumpidos y observé arrobado como mamá se quitaba la camisa y la falda, colocándolas cuidadosamente en el respaldo de una silla para que no se arrugasen. Algo que me sorprendió de toda aquella situación era el no tener la sensación de estar haciendo algo inmoral o sórdido. Abrazar aquel sensual cuerpo adornado con lencería violeta era excitante, pero al mismo tiempo algo tan puro y limpio, tan natural como zambullirse desnudo en una laguna de agua cristalina y cálida. Volví a besarla, esta vez agarrando sus nalgas con fuerza, tanto que la levanté un palmo del suelo. Desabroché el cierre del sujetador con tal habilidad que hasta yo mismo me sorprendí, y agarré los senos desnudos cuyo tamaño parecía hecho a propósito para que encajasen en mis manos. Los estrujé, chupé los pezones pequeños y duros, los mordí con la fuerza justa para hacerla gemir.
 
A continuación se tumbó en la cama, con una pierna doblada y la otra extendida, exhibiéndose sin pudor mientras yo me desnudaba sin dejar de mirarla. Cuando mi polla quedó libre de su prisión, tan dura y palpitante que no me atrevía a tocármela por temor a correrme, la miró con una mezcla de orgullo y deseo que me encendió aun más, si es que eso era posible. Le bajé las bragas despacio, disfrutando del momento, como si le quitase el envoltorio al mejor regalo de navidad que nunca me habían hecho. Me puse sobre ella, me abrazó y me rodeó con las piernas, noté el roce de las suaves medias en las nalgas mientras mi miembro quedaba aprisionado entre mi vientre y su monte de Venus, deslizándose entre el oscuro vello con cada leve movimiento de nuestros cuerpos. Nos besamos con más pasión que nunca y de repente mi cuerpo entero se sacudió, ahogué una exclamación y en un instante noté algo húmedo y caliente fluyendo entre ambos. Me había corrido sin llegar a metérsela.
 
 
 
—Pe... perdona.
 
—Tranquilo, no pasa nada.
 
Me acarició con ternura y limpió el semen de su vientre y el mío con unas toallitas perfumadas que llevaba en su bolso. Me quedé tumbado bocarriba, algo avergonzado, aunque mi polla apenas había perdido fuerza, y en cuanto mamá se tumbó a mi lado y apretó su cuerpo contra el mío recuperó su verticalidad. Ella la agarró con una mano, y para mi sorpresa se puso a cuatro patas en la cama y empezó a lamerla, limpiando con su lengua los restos de semen que quedaban y sustituyéndolos por dulce saliva. En los últimos meses me la había imaginado, en mis fantasías masturbatorias, en numerosas posturas y situaciones, pero nunca haciéndome una mamada. Es una mujer chapada a la antigua, y daba por hecho que no era de las que la chupan, pero al parecer me equivocaba. Se metió la punta en la boca, moviendo la mano arriba y abajo, y noté como su lengua dibujaba húmedas espirales en mi glande.
 
Cuando conseguí reaccionar y dejar de mirar embobado como me la chupaba, vi que su culo estaba al alcance de mi mano, erguido y tan carnoso como siempre. Tras sobar un poco las nalgas busqué con los dedos su raja, y la encontré, tan húmeda que en cuanto introduje el dedo corazón y lo moví un par de veces toda mi mano quedó empapada. Empecé a masajear el clítoris con energía, y su respiración se aceleró tanto que se sacó la polla de la boca para jadear, mirándome con los ojos muy abiertos, como si le sorprendiese que estuviese a punto de hacerla llegar al orgasmo. Pero ella no quería correrse tan pronto; con un ágil movimiento se giró y se puso sobre mí, cara a cara, nuestras lenguas danzaron de nuevo entrelazadas y cogiendo mi verga con la mano se dejó caer sobre ella. Se deslizaba lentamente dentro de su coño, milímetro a milímetro, hasta que no pude aguantar más y empujé, penetrándola tan profundamente que se irguió dando un grito de placer. Empezó a mover sus portentosas caderas alante y atrás, en círculos, arriba y abajo. Sus tetas no eran lo bastante grandes como para rebotar, pero los pezones subían y bajaban, o dibujaban en el aire círculos delirantes. Los muelles de mi cama nueva crepitaban con sus movimientos, cada vez más acelerados y salvajes. Supuse que se estaba desquitando por todas las veces que había tenido que disimular mientras la hacía gozar escondido tras la cortina, y ahora no se reprimía lo más mínimo, soltando prolongados gemidos e invocando a Dios con una devoción digna de una santa. Dejé que me cabalgase hasta que estuvo exhausta, sin sacársela cambiamos de postura, quedando ahora ella debajo de mí, con las pantorrillas violetas apoyadas en mis hombros y los botines marrones agitándose con cada una de mis embestidas. Por primera vez se corrió mirándome a la cara, gritando y sacudiéndose sin recato. Me incliné más hacia adelante, me agarró la cabeza con las manos y me besó como si quisiera aspirarme el alma por la boca. Saboreando sus labios la inundé con mi semen, apretándola contra mí como si quisiera fusionar nuestros cuerpos.
 
Después de limpiarnos con sus toallitas perfumadas nos quedamos un rato descansando en la cama, aun desnudos. Con la cabeza apoyada en su regazo, acariciaba distraídamente el encaje de las medias violetas y ella me acariciaba el pelo.
 
—Mañana es nochebuena —dijo de pronto, como si acabase de tener una revelación.
 
—Sí.
 
—No llegues tarde a casa de los abuelos.
 
—Descuida.
 
Le di un sonoro beso cerca del ombligo y la abracé con más fuerza.
 
—Gracias por el regalo.—dije, pellizcando levemente una de las medias.
 
—¿No quieres entonces la videoconsola?
 
Nos echamos a reír y pasados unos minutos noté que su respiración se hacía más lenta y regular. Al parecer mamá tampoco había dormido mucho aquella noche. La tapé con una manta y la dejé descansar, mirándola mientras pensaba en que, de repente, la navidad volvía a gustarme.



 
 
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