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El Vuelo del Puma 7.

Con los codos apoyados en el borde de la cama y las rodillas en el suelo, la chica de cabellos negros recogidos en dos coletas simulaba unos convincentes gemidos de placer. Vestía un uniforme escolar, falda de cuadros, camisa blanca, calcetines altos y zapatos negros. El hombre que la embestía desde atrás, agarrándola por las coletas, solo le había quitado las braguitas.
 
Cuando la puerta de la habitación se abrió sin previo aviso el hombre se incorporó con un gruñido. Con movimientos veloces y precisos sacó un revólver de bajo la almohada. La prostituta disfrazada de colegiala dio un grito y se escondió bajo la cama. El cañón apuntó a la intrusa durante unos segundos y acto seguido bajó hasta apuntar el suelo.
 
—¡Joder, Darla!
 
—¿Qué tal, papi? ¿Interrumpo?
 
La putilla disfrazada, que aunque no era alumna de ninguna escuela tenía edad para serlo, miró al comisario Graywood con gesto interrogante y un leve temblor en los labios. Había reconocido a su hija y eso no la tranquilizaba en absoluto.
 
—Lárgate —dijo el comisario, sin mirarla.
 
Darla sí la miró fijamente mientras salía de la habitación con la cabeza baja (ni siquiera se paró a recoger sus braguitas blancas), atemorizándola con el brillo sádico de sus ojos verdes. Mientras tanto, su padre se cubría con una bata de seda de un policial azul oscuro.
 
—¿Qué coño quieres, Darla? —escupió, haciendo vibrar el espeso bigote entrecano.
 
Ella cerró la puerta y caminó lentamente por la habitación, fingiendo contemplar la recargada decoración saturada de terciopelo y pan de oro. Como de costumbre, Darla insinuaba más de lo que mostraba. Llevaba una falda hasta las rodillas, tan ceñida que el movimiento de las redondeadas nalgas podía observarse con tanto detalle como si fuese desnuda; los pechos se adivinaban, sin sujetador, bajo una camisa abotonada hasta el cuello, y unos tacones de aguja castigaban la moqueta color vino tinto. Se sentó en el borde de la cama, cruzando las piernas. El comisario no pudo evitar que su mirada recorriese durante unos segundos las turgentes pantorrillas cubiertas por unas medias de seda.
 
—Tengo que pedirte un favor, papi.
 
—Un favor... —dijo el comisario Graywood, pasándose la mano por la brillante cabeza afeitada—. Hace tiempo que tienes más dinero que yo, así que supongo que alguno de tus amiguitos o de tus empleados se ha metido en un lío y necesitas que haga la vista gorda.
 
Darla se inclinó hacia atrás, apoyando los codos en la cama y elevando las piernas cruzadas, dejando que la falda se deslizase hasta la mitad del muslo. Los ojos grises, acerados, de su padre estaban clavados en los suyos.
 
—No se trata de eso. ¿Sabes quién es Lazslo Montesoro?
 
—Claro que lo se. Es el líder de Los Pumas Voladores.
 
—No voy a decirte el motivo, pero quiero que Lazslo Montesoro muera. Y pronto.
 
El comisario soltó una risita sarcástica, cogió un vaso de la mesita de noche y dio un largo trago.
 
—¿Y por qué no se lo dices a tu amigo Tarsis Voregan?
 
Darla se incorporó, abandonando por un momento su actitud insinuante.
 
—Tarsis lo quiere vivo. Como ya sabrás, pues toda la ciudad lo sabe, Montesoro y La Capitana van a luchar en El Coliseum, y ese imbécil es como un niño... No quiere perderse el espectáculo, y además piensa utilizar a los Pumas contra los Balas Blancas, aunque ni él mismo sabe como.
 
—¿Y qué es lo que quieres? ¿Que mis hombres detengan a Montesoro? ¿Que lo acusen con pruebas falsas y después tenga un "accidente" en la cárcel? Ya sabes que no me gustan esa clase de chanchullos...
 
El comisario contempló, sin decir palabra, como su hija le desataba el cinturón de la bata y la abría, dejándole prácticamente desnudo frente a ella. A sus sesenta y cuatro años, Angus Graywood se mantenía en forma. El ancho torso se hinchó y los poderosos músculos de los brazos se tensaron cuando la delicada mano de Darla le acarició el vello grisáceo del abdomen.
 
—Eres todo un caballero, papi. Pero se que conoces a tipos que no lo son tanto.
 
—¿Te refieres a alguien en concreto?
 
Intentó que su voz sonase normal, firme y severa como de costumbre, pero la erección que no había terminado de desaparecer tras la brusca interrupción de su divertimento reapareció con renovadas fuerzas, elevando su porra con un vigor más propio de un jovenzuelo que de un hombre maduro.
 
—Me refiero a Black Manthis.
 
Como cada vez que se pronunciaba ese nombre un espeso silencio se apoderó de la atmósfera. Darla notó, mientras se desabrochaba la camisa, como al aguerrido comisario se le ponía la piel de gallina.
 
Black Manthis no era un asesino a sueldo común y corriente. Nadie sabía de dónde había salido, donde se ocultaba, su edad o su sexo. Nadie sabía nada excepto que contratarlo significaba abrir las puertas del infierno bajo los pies de su víctima.
 
—¿Recuerdas cuando asesinaron a un tal Hugh Andersen, aquel contable que estafó varios millones a Construcciones Megala? —dijo el comisario, con voz ronca—. El tipo tenía esposa y tres hijas, una de trece y dos gemelas de siete.
 
—Lo recuerdo. Los degollaron a los cinco, si no me equivoco —susurró Darla, quien se había puesto de pie, apretando su neumático cuerpo contra el de su padre mientras le besaba el cuello.
 
—Esa fue la versión oficial. Yo estuve en la escena del crimen y vi lo que ese engendro hizo —continuó, intentando ignorar el tórrido aliento de su primogénita en el oído—. La mesa del comedor estaba bocarriba, había afilado las patas y empalado en ellas a la mujer y a las tres niñas, totalmente desnudas y pintarrajeadas con palabras y símbolos obscenos. Andersen estaba atado a una silla, con los ojos casi fuera de las órbitas. Black Manthis le había obligado a verlo todo y había muerto de un paro cardiaco en algún momento del "espectáculo".
 
Excitada por el macabro relato, Darla había rodeado con una de sus sedosas piernas al comisario. Él notó la creciente humedad de su sexo. No llevaba ropa interior, y se había levantado la falda hasta la cintura. Le susurró de nuevo al oído.
 
—Eso es lo que quiero. Quiero que ese bastardo sufra hasta que le estalle el corazón.
 
Angus Graywood sintió un escalofrío al pensar lo que podía llegar a hacer un monstruo como Black Manthis bajo las órdenes de alguien tan cruel y carente de escrúpulos como su hija, la misma que en aquel momento se agachaba para atrapar su miembro palpitante entre los pechos, moviéndolos de forma que no pudo reprimir un hondo suspiro de placer.
 
—Vamos... por los viejos tiempos, papi.
 
Ambos evocaron en sus mentes aquellos "viejos tiempos", los años en los que habían sido amantes a espaldas de su madre. La primera vez fue tras la fiesta de su decimoquinto cumpleaños. Darla había estado bebiendo y fumando con unas amigas, intentando llamar la atención de un chico que la despreció de forma humillante (por aquel entonces Darla era regordeta y más bien feúcha). Cuando llegó a casa, borracha y con la cara sucia por las lágrimas, su padre la recibió con una bofetada y una larga sarta de insultos. Se encerró en su habitación, sollozó contra la almohada, hasta que unas manos grandes y fuertes, arrepentidas de su dureza, la buscaron para consolarla. Darla nunca negaba que fue ella quien hizo el primer movimiento, pero él no se apartó. Fue desvirgada por el mismo que la había engendrado.
 
Ahora, en la habitación recargada de un burdel, ya no era una adolescente poco agraciada, sino una atractiva mujer que anhelaba ser poseída por aquel hombre maduro, sólido como una roca, temido por tantos y para ella tan dócil como un león amaestrado. Un hombre de sólidos principios, aunque a veces las circunstancias le obligasen a actuar de forma inadecuada, tan inadecuada que era una de las pocas personas en todo la ciudad que sabía como contactar con Black Manthis, una genuina encarnación del Mal.
 
Sin mediar palabra, arrojó a Darla sobre la cama y le separó las piernas. Se tumbó sobre ella, aplastándola con su peso y acercó el rostro al suyo tanto que sus narices, muy parecidas, se tocaron.
 
—Te lo diré. Pero tienes que prometerme que solo lo contratarás una vez, y luego te olvidarás de él.
 
—Te lo prometo.
 
—¿Seguro?
 
—Seguro, papi —aseguró Darla, rodeando con las piernas de seda la cintura de su primer amante—.Y ahora fóllame de una puta vez.
 
Angus Graywood obedeció, con tanto ímpetu que el pesado cabecero de la cama golpeó contra la pared.
 
 
 
Tras dar un largo sorbo a su batido de fresa, María lo removió con la pajita y miró a su amiga, quién todavía tenía el asombro dibujado en su rostro.
 
—¿Con su propia hija? ¡Qué fuerte! —dijo, echándose hacia atrás una larga y rizada cabellera rojiza—. Ya lo decía mi madre, cuanto más dinero tienen más degenerados son.
 
María asintió. Ya no llevaba el disfraz de colegiala, pero conservaba las dos coletas, un peinado que le gustaba llevar aunque no se lo exigiese ningún cliente. Su acompañante, recostada en el sofá de la cafetería, con las largas piernas cruzadas y un té helado en la mano, la miró con suspicacia.
 
—¿Y cómo es que los escuchaste?¿Te quedaste detrás de la puerta, guarrilla? —preguntó, guiñándole un ojo.
 
—¡Qué va, tía! Me escondí en la habitación de al lado, por si el comisario quería que volviese —dijo la joven prostituta, jugando distraídamente con la pajita— La verdad es que no es mal tipo, ese Graywood. Lo más raro que me pide es que me disfrace, y me azota y me tira de las coletas pero no me hace daño. Siempre es muy educado y me da una buena propina... ¡pero de eso ni palabra, tía, que si se entera la jefa...!
 
La pelirroja la tranquilizó con un gesto. Ella también había sido puta y sabía de sobra lo que se cocía en los burdeles. Sorbió su té, mirando disimuladamente a su alrededor. Estaban prácticamente solas en la cafetería, afortunadamente, ya que el tono de voz de María distaba mucho de ser un susurro.
 
—Pues como te decía. Me escondí allí, y pegué la oreja al conducto de ventilación... ya sabes, como en las pelis. Hablaron un rato, y después se pusieron a follar como locos, tía, por lo menos una hora, y no veas como chillaba de gusto la muy cerda. Si mi padre me hubiese jodido así en vez de zurrarme con el cinturón no me habría escapado de casa ¡ja ja ja!
 
—Seguro que hasta te pusiste cachonda —afirmó la pelirroja, torciendo sus carnosos labios pintados de rojo oscuro en una sonrisa lasciva.
 
—¡Ya te digo, tía! Con el comisario casi siempre me corro. Será viejo, pero está cachas y tiene una polla que te cagas ¡ja ja! Y como nos habíamos quedado a medias me hice un dedo escuchándolos, ¡y no veas como me corrí, tía!— María hizo una pausa para sorber ruidosamente los restos de su batido y soltó el vaso en la mesa, dando el tema por zanjado—. ¿Y tu qué, tía? ¿Has encontrado trabajo?
 
—Pues sí. Es algo temporal, pero me voy a sacar unos buenos billetes. Me han contratado en El Coliseum, para vender entradas. Me llevo comisión.
 
—¿El Coliseum? ¡Qué pasada. tía! Creo que hay un combate dentro de poco, ¿no?
 
—Sí. Se enfrentan Lazslo Montesoro y Fedra Luvski —dijo la pelirroja—. Toda la ciudad está como loca por verlo, así que no me está costando mucho vender las entradas. La poli hace la vista gorda con estas cosas. Ya sabes.
 
María se quedó callada un momento, enredando los dedos en una de sus negras coletas, y de pronto sus cejas se elevaron y abrió la boca en un gesto entre sexy y bobalicón.
 
—¿Lazslo Montesoro? El comisario y su hija estuvieron hablando de él, tía ¡qué fuerte!
 
—¿Hablaron del líder de los Pumas Voladores antes de ponerse a follar?
 
—¡Te lo juro, tía! No se escuchaba muy bien, pero hablaban de él, y de unos pantys negros.
 
—¿De qué?
 
—Black Pantys, o algo así.
 
La pelirroja sorbió su té helado, pensativa. Era amiga de María desde hacía años y la quería como a una hermana pequeña, pero tenía que reconocer que no era muy lista. En ese momento se alegró de que fuera así.
 
—Escúchame, María, no le cuentes a nadie lo que me acabas de contar.
 
—Joder, tía, que cara se te ha puesto de pronto. Pues claro que no se lo voy a contar a nadie ¿te crees que soy tonta?
 
—Tonta, puta y bocazas. Júrame que te olvidarás de este asunto.
 
—¡Que sí! Qué pesada —María se puso de pie y se colocó los ceñidos pantalones. consciente de que el camarero no le quitaba ojo a su culito respingón—. Anda, vámonos de compras, patilarga. He visto unas falditas en Tangerine´s que te sentarían de puta madre.
 
La pelirroja se levantó, y el camarero olvidó el culito respingón para observar el fluido movimiento de dos piernas largas, cubiertas por unas medias negras que terminaban a mitad del muslo, unos centímetros por debajo de donde empezaba una minifalda de vinilo ajustada. Las dos salieron de la cafetería, cogidas del brazo y conversando animadamente.
 
Varios minutos después, mientras se masturbaba en el servicio de caballeros, el camarero cayó en la cuenta de que las chicas se habían ido sin pagar.
 
 
 
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